Lecturas tangenciales, el placer de hallar como horizonte de un viaje que supuso un curso principal de lecturas. En sus pequeños cauces se origina el mar: letras como dones, chispazos que auguran el ardor de la belleza, cumpliendo promesas nunca formuladas, pedazos del paraíso perdido, ráfagas de felicidad que justifican remar la arena hasta la luna.

Jorge Pablo Yakoncick

martes, 7 de junio de 2016

Ernesto de la Cárcova, SIN PAN Y SIN TRABAJO

Laura Malosetti Costa
Ernesto de la Cárcova (Buenos Aires, 1867-1927). SIN PAN Y SIN TRABAJO (1894), Arte Siglo XIX. Parte 2. MNBA, Clarín, 2010

Sin pan y sin trabajo (1893-94)
Autorretrato
Sin pan y sin trabajo es el primer cuadro de tema obrero con intención de crítica social en el arte argentino. Desde el momento de su exhibición ha sido una pieza emblemática del arte nacional: comentado, reproducido, citado y reapropiado por sucesivas generaciones de artistas, historiadores y críticos hasta la actualidad.
Fue pintado por Ernesto de la Cárcova en Buenos Aires a su regreso de su viaje de estudios en Turín y Roma, donde había comenzado su ejecución antes de partir. Allí dejó al menos un boceto en obsequio a pío Collivadino, el artista argentino que a su llegada ocupó el taller que De la Cárcova dejaba en Vía del Corso 12.
Había comenzado su formación europea en la Real academia de Turín, donde fue admitido con una obra (Crisantemos) en la exposición de 1890. Luego había pasado a Roma, donde continuó su formación en los talleres de Antonio Mancini y Giacomo Grosso. Una obra suya (Cabeza de viejo) fue premiada con medalla de plata y adquirida en 1892 para la Galería Real de Turín; también obtuvo medalla de oro en Milán en 1893. Estos antecedentes hicieron que a su regreso, a los 28 años, fuera miembro del jurado del Ateneo, de modo que Sin pan y sin trabajo, celebrado como el gran acontecimiento artístico del Salón, quedó fuera de concurso.
Cabeza de viejo (1879)
El cuadro responde a un estilo naturalista y a una temática que tuvieron una importante presencia en los salones europeos de los años finales del siglo XIX: grandes pinturas resueltas en tonos sombríos que desplegaban escenas dramáticas de miseria y de los contemporáneos conflictos sociales urbanos. El espíritu crítico que sin duda alimentó aquellas composiciones naturalistas finiseculares se diluyó en los cuadros de salón, en el interés por figurar en grandes competencias con posiciones enfrentadas al arte académico más conservador. Sin embargo, Sin pan y sin trabajo no fue pintado para competir en un salón europeo: fue la obra con la que de la Cárcova se presentó al regreso en el Segundo Salón del Ateneo en Buenos Aires, tras haberse afiliado al recién creado Centro Obrero Socialista (antecedente inmediato del Partido Socialista, fundado dos años después). No había en Buenos Aires una tradición académica sino que el grupo de artistas del Ateneo procuraba dar sus primeros pasos. Por otra parte, a partir de la crisis de 1890, la inmensa afluencia de inmigrantes europeos que llegaban de Europa en busca de trabajo en Buenos Aires comenzaba a percibirse en forma conflictiva.
Hay algunos elementos de la composición y el tratamiento del tema que alejan a Sin pan y sin trabajo de las recetas naturalistas a favor de una mayor expresividad crítica, transformándolo en un cuadro de ideas: la posición inestable y el alargamiento de la espalda del obrero, la inclinación de la silla en que se apoya y de la mesa (que no responden a un esquema riguroso de perspectiva) generan tensión hacia el gesto de la mano que aparta la cortina y centra la atención sobre la escena que se desarrolla en la veduta del fondo. Allí puede verse un conflicto entre obreros y guardias a caballo, frente a una fábrica cerrada e inactiva. El plano inclinado de la mesa vacía, plenamente iluminado,  presenta también un foco de interés en el que se destacan las herramientas, inútiles. La figura de la mujer con el niño en brazos, a la derecha de la composición, con un regazo extraordinariamente amplio y una expresión vacía en el rostro, funciona como contrafigura de la tensión dramática del obrero.
Los diarios de Buenos Aires destacaron el cuadro de de la Cárcova como la gran revelación del Salón de 1894. Se destaca entre ellos la extensa e intencionada nota de Roberto J. Payró (quien también se había afiliado ese año al Centro Obrero Socialista) en La Nación, donde el cuadro fue reproducido por Martín Malharro. Payró comentaba en forma dramática la escena para los lectores: “¡No quiero, no quiero que me quitéis el pan de mi esposa, el pan de mi hijo! ¡No hay derecho, asesinos, para hacer morir á esta inocente criatura, para hacer sufrir a esta pobre mujer! (…) Pero él no sabe todavía. Se enfurece ante el efecto y no se da cuenta de la causa. Mañana, cuando la conozca, se hará un anarquista, y se vengará de sus furores, mortíferos, que lo llevarán quién sabe a qué extremidades nefastas”.
Sin pan y sin trabajo formó parte del envío organizado por Eduardo Schiaffino para la Exposición Universal de Saint Louis en 1904, donde recibió también una amplia cobertura en los periódicos, fue reproducido en varias publicaciones y obtuvo un Gran Premio (la máxima distinción) en esa competencia.
Naturaleza en silencio (1926)
Sorpresa (1896)
No siguió De la Cárcova en la línea que abría con esta obra (aunque sobre el final de su vida realizó algunos bocetos para una escena de puerto) sino que cambió pronto de rumbo: aclaró su paleta y realizó algunos desnudos simbolistas, retratos y varias notables naturalezas muertas. Tuvo también una importante producción como medallista, pero sobre todo dedicó buena parte de sus esfuerzos a la docencia y la gestión pública en diversos ámbitos (fue concejal, miembro de la Academia y de la Comisión Nacional de Bellas Artes, Patrono de Becarios en Europa, etc.). fundó en 1923, la Escuela Superior de Bellas Artes que luego de su muerte llevó su nombre.

Luis Alberto Romero, LOS SECTORES URBANOS COMO SUJETOS HISTÓRICOS


Luis Alberto Romero

LOS SECTORES URBANOS COMO SUJETOS HISTÓRICOS (1995), Sectores populares, cultura y política. Buenos Aires en la entreguerra, Siglo Veintiuno Editores, 2007



Luis Alberto Romero
La cuestión de quiénes son los sujetos históricos y cuáles son sus modos de existencia han sido central en la ciencia histórica, y sin duda todavía plantea numerosos problemas. Tradicionalmente la ciencia histórica respondió, sencillamente, que eran los hombres: Julio César, Carlomagno, Luis XI o Robespierre; de ellos se predicaba cuando se escribía la historia, y la explicación de sus acciones podía referirse a algunas nociones básicas de tipo psicológico: ambición de poder, crueldad, abnegación, si eran héroes patrios. En el siglo XIX se dio forma a un segundo gran sujeto: el pueblo o la nación, en torno del cual se constituyó la historiografía romántica: un sujeto social homogéneo e indiferenciado, siempre igual a sí mismo, de existencia tan enraizada en la tradición y tan poco marcado por el devenir que casi salía de la historia. Posteriormente, y hace no mucho, la historia se nutrió con el contacto de las ciencias sociales más jóvenes que, sin la carga del viejo oficio, pudieron elaborar más libremente sus categorías conceptuales. Así, los historiadores empezaron a pensar sus problemas en términos de sujetos colectivos: las clases en primer lugar, pero también los estamentos o aún grupos de índole más diversa. Ña antropología enseñó a pensar en términos de etnias o comunidades, y la ciencia política ayudó a entender que el propio Estado tiene una lógica y una autonomía tal que puede convertirse en sujeto histórico.

Pero esto no resolvió todos los problemas del historiador. No se trata sólo de saber “quienes son los que” (según la clásica pregunta para determinar el sujeto gramatical) sino qué tipo de definición es útil o adecuada para el análisis histórico. ¿En qué lugar de la realidad social, en qué nivel o instancia se constituyen los sujetos? ¿En una o en varias? ¿En todas a la vez y simultáneamente, o hay algunas manifestaciones que son derivadas de las otras? Más específicamente: ¿qué relación hay, en esa constitución, entre los aspectos que suelen llamarse objetivos (por ejemplo, su inserción en la estructura socioeconómica, o en la estructura política) y los que, impropiamente quizá, se denominan subjetivos, es decir la percepción que esos sujetos, y los otros, tienen de esa situación? Si estos problemas, en cuyo análisis se manifiesta hoy un importante impulso renovador, son comunes a la historia y a las restantes ciencias sociales, hay uno que es propio de ella y que hace a su diferencia específica: hasta qué punto es adecuado utilizar, para un proceso cuyo devenir permanente se afirma, categorías fijas, principalmente estáticas, como las que habitualmente elaboran las ciencias sociales. Como ha señalado José Luis Romero, la diferencia entre unas y otras pasa porque las ciencias sociales apuntan preferentemente a la sistematización –y de allí su gusto por categorías definibles y fijas- mientras que la historia apunta a percibir los procesos[i].

Este problema presente desde Parménides y Heráclito en las formas de conocimiento a nuestra cultura occidental, tiene una clara referencia para la cuestión del sujeto; con Heráclito, podría decirse: no encontrarás dos veces la misma clase; o más exactamente, una clase no es de un cierto modo, sino que está siendo, es decir, que está haciéndose, deshaciéndose y rehaciéndose permanentemente, de modo que una forma de conocimiento centralmente estática, como la que proponen las ciencias sociales, ayuda poco a captar la naturaleza histórica de los sujetos sociales.

Huelga reclamando 8 horas de trabajo, instrucción y descanso
Las implicaciones de esta cuestión se advierten en los estudios sobre la clase obrera y los sectores populares urbanos. Es indudable que los estudios históricos sobre la clase obrera progresaron mucho: pudieron hacerlo apoyándose en algunas firmes nociones provenientes tanto del marxismo tradicional como de la sociología o la economía. En primer lugar, podía encontrarse a este sujeto ubicado en la estructura productiva: su existencia surgía nítidamente del análisis de las relaciones de producción más básica de una sociedad. Mejor aún, se lo encontraba con igual claridad en los censos y estadísticas: podía decirse con exactitud cuántos eran, en qué ramas se ubicaban, cómo se distribuían según las dimensiones de las unidades de producción, según los ingresos, según su productividad y su grado de explotación. Se los podía medir y pesar, con lo que todas las exigencias del conocimiento más positivo estaban satisfechas. Igualmente clara es su ubicación en otros niveles de la realidad: allí estaban las organizaciones sindicales, los partidos políticos que representan sus intereses, las ideologías que expresaban esos intereses y su visión del mundo. Era fácil postular una relación unívoca entre todos los niveles: eran así, se comportaban así y pensaban así. Más aún, eran sustancialmente iguales a sí mismos, salvo los cambios provocados por los grandes quiebres en la estructura productiva, como por ejemplo el pasaje de la etapa de las empresas individuales a la de los grandes monopolios. Si luego el análisis histórico concreto revela anomalías o conductas no explicables, como por ejemplo su apoyo a partidos conservadores, esto se debía a fenómenos de falsa conciencia, o a que aún no se había desarrollado todas las etapas del camino del autoconocimiento: lo ideológico funcionaba así como la variable de ajuste, con la cual la historia –lo que realmente pasó, según la fórmula rankeana- se reconciliaba con las categorías más básicas, que de algún modo se sacaban, si no de ella, al menos de sus contingencias.

En las últimas cuatro décadas, los estudios han tendido a mostrar fisuras en ese paradigma, que ha terminado casi totalmente cuestionado. La exploración de otras esferas de la vida de los trabajadores –principalmente a partir de la cuestión del nivel de vida- reveló que había otras posibilidades de encarar el problema de la constitución de los sujetos, no sólo centrada en su vida laboral. Los estudios sobre la formación de la clase obrera revelaron una transición muy matizada y muy larga, y una serie de formas intermedias no exactamente homologables al viejo paradigma de la clase obrera, aunque tampoco incompatibles[ii]. Por otra parte, en el caso específico de las sociedades latinoamericanas se puso en evidencia el carácter insular de su clase obrera (por lo menos de aquella que satisficiera el viejo paradigma) y la amplitud de otros grupos que no se confunden con ella pero que tampoco pueden ser separados completamente, por los cuales pasan algunos de los procesos sociales más significativos[iii].

Así hoy, en el caso de las sociedades urbanas, los estudios sobre lo que Gramsci llamó las clases subalternas parecen no concentrarse exclusivamente en los trabajadores industriales sino en un conjunto más amplio, genéricamente denominado sectores populares urbanos. Por otra parte, del estudio excluyente de lo laboral se ha pasado a un intento de integrar las distintas esfera de su vida; de su acción y conflicto como trabajadores, a través de las organizaciones sindicales, a todas las manifestaciones conflictivas de su existencia. Finalmente, del análisis de las “ideologías”, esto es las formulaciones sistemáticas, provenientes de intelectuales que enseñan a la clase cuáles son sus ideas (tal la versión extrema y caricaturesca del planteo mucho más profundo de Lenin, que ha dominado los estudios de este campo), a una consideración más general de lo que se denomina su cultura[iv].

Esto no significa que el viejo paradigma haya sido reemplazado por otro que ofrezca las mismas seguridades, que permita presentar dibujos tan claros y orgánicos como los de la “historia del movimiento obrero”. Por el contrario, quienes han abandonado las viejas seguridades son conscientes de que se mueven en un terreno movedizo y de que, en realidad, carecen de respuestas categóricas para preguntas y cuestionamientos. El principal problema es que se han propuesto estudiar un sujeto elusivo, que no sólo no puede medirse y pesarse sino que, en rigor, no puede definirse con precisión. ¿Quiénes son estos sectores populares de las ciudades de que se habla? ¿Qué arco de la sociedad cubren? ¿Son todo, o a fuerza de no querer dejar nada fuera, terminan no siendo nada? Por otra parte, la relativización del estudio de los objetos tangibles, como son las organizaciones sindicales y los textos políticos, plantea la segunda cuestión: ¿es posible conocerlos? Extremando la perspectiva antropológica (que indudablemente ha enriquecido mucho estos estudios) salta inevitablemente el caveat spenglereano: nunca se llega realmente a entender a ese “otro”, que no sólo es distinto sino que carece de formas de expresión propias, que cada vez que habla y actúa lo hace a través de canales prestados, de voces y plumas ajenas, con palabras e ideas de otros.

El texto que sigue pretende, más que dar respuesta a cuestiones que todavía no las tienen (y quizá nunca las tengan)., precisar y delimitar los interrogantes para evitar que, de incitaciones a la revisión de las ideas establecidas, éstos devengan en el paralizante: esto no se puede estudiar. Intentaré en segundo lugar mostrar que, poniendo precisión en las cuestiones y acotándolas, pueden abrirse algunas vías de conocimiento nuevas. Finalmente procuraré plantear algunas ideas sobre la naturaleza de los sujetos sociales, vistos desde la perspectiva de la historia, que giran en torno a la constitución de su identidad. En mi opinión, las tres cuestiones están entrelazadas.



¿Dónde se constituyen los sujetos sociales?



Conventillo
La primera cuestión a dilucidar es el lugar, nivel o instancia de la realidad en que se constituyen los sujetos históricos. Aquí el marxismo ha marcado un hito en las ciencias sociales, reconozcan o no su filiación. Los sujetos principales del proceso histórico se constituyen en el nivel de la estructura socieoeconómica, en torno de las relaciones sociales de producción, lo cual es –creo- sustancialmente correcto, aunque no lo es, en cambio, dar por terminada la indagación allí, donde en realidad empieza. Esa certidumbre, por otra parte, ofrecía también una seguridad cognoscitiva: sobre esa estructura y esas relaciones era posible fundar un conocimiento sólido, objetivo, “duro”. En seguridad, en cambio, impuso limitaciones a la inquisición. Minimizó la indagación sobre sujetos que se constituyen en otras estructura de la realidad (o en otros plano de la realidad fáctica, según los términos de José Luis Romero) y que, aunque en el largo plazo pueden ser de una importancia secundaria respecto de los primeros, en el análisis histórico propiamente dicho son eventualmente importantes o decisivos: tal el caso de los que se constituyen en la esfera política, como partidos o facciones, o los que son parte del Estado, como las Fuerzas Armadas, o los que actúan en el plano ideológico, como las formaciones o grupos de intelectuales. Por otra parte esa seguridad tendió a suprimir las diferencias o peculiaridades de los niveles o planos de la realidad, subsumiéndolos todos en el primero y reduciendo los restantes a epifenómenos de aquel. Así, del la inserción del sujeto en la estructura productiva se derivan sus “intereses”, tan objetivos como aquéllos, que a su vez derivaban en acciones, unidas a los anteriores por una cadena de rígidas determinaciones, lo que culmina en la visión e interpretaciones de unos y otros: las ideologías. Si la clase obrera era un objeto de conocimiento “duro”, también lo eran sus intereses, modos de acción y objetivos, previsibles y unívocos. Si luego se descubría que no actuaban ni pensaban tal como sus intereses debían determinarlo, eso podía explicarse por distintos tipos de desviaciones, falta de conciencia o fenómenos de “falsa conciencia” (lo que secundariamente suponía que alguien –un grupo político- era el depositario de esa conciencia real, y eventualmente podía sustituir la acción de los desviados, concepción de una trascendencia política muy grande).

Pero la pregunta de un historiador no puede ser por qué un sujeto teórico –más una categoría analítica que una realidad observada en el análisis- no actúa como debería actuar. El oficio del historiador es explicar cómo actúan los sujetos históricos reales, y esa acción no sólo es el resultado de compulsiones de la realidad fáctica sino también el producto de un acto de conciencia, sea esta plena, falsa o velada, la que luego, confrontada con aquella realidad, se traduce en efectos diferentes de los proyectados, e incluso no queridos. Así, explicar las acciones de los sujetos, y a partir de ellas a los sujetos mismos, implica considerar, además de las situaciones sociales en que están incluidas –las estructuras de orden fáctico-, la conciencia que los sujetos tienen de ellas, porque es en el cruce de ambos planos, el de las situaciones y el de su conciencia, donde se constituyen los sujetos históricos[v].

Es esta, por otra parte, una contraposición clásica: la del ser social y la conciencia social, resuelta habitualmente en términos de ideología, es decir visión parcial, velada, deformada, intencionalmente deformada u ocultante de la realidad. Se diría: la realidad existe y la ideología –un núcleo de concepciones lógicamente articuladas y rigurosamente armadas- la encubre. Esta contraposición nos parece hoy esquemática e insuficiente. Para el enfoque que proponemos, parece más pertinente el concepto de cultura, tal como lo utilizan actualmente muchos estudiosos: un conjunto amplio de representaciones simbólicas, de valores, actitudes, opiniones, habitualmente fragmentarios, heterogéneos, incoherentes quizá, y junto con ellos, los procesos sociales de su producción, circulación y consumo, cuya consideración permite superar la idea tradicional de las representaciones como “reflejo” y las ubica en su doble carácter de constituyentes del proceso social y constituidas por él[vi]. Así caracterizada la cultura, es posible relacionar con ella, en un lugar importante pero no ya el centro, la ideología, núcleo conceptual “duro”, con formas específicas de producción, circulación y consumo, que en parte es producto decantado de aquel conjunto de representaciones y en parte opera desde fuera de él, moldeándolo, ordenándolo, dándole coherencia.

La cuestión es cómo relacionar ambas dimensiones del procesos social. Habitualmente, dentro de aquella tradición más clásica, eran consideradas dos esferas absolutamente diferentes: una de ellas determinaba a la otra, que era apenas un reflejo de la primera, un fantasma casi, que no merecía estudios específicos. Esta opinión era compartida por quienes, desde el otro lado, veían la historia de las ideas como un campo autónomo, , cuyo estudio no requería de mayores precisiones desde el campo de las realidades materiales. La percepción de los elementos materiales implícitos en los procesos culturales, y de los elementos simbólicos que necesariamente informan los procesos sociales, el estudio de las interacciones e influencias recíprocas, lleva en un extremo a Raymond Williams a hablar de un proceso social único y de inescidibilidad de sus dos dimensiones, material y simbólica. Algo similar propone José Luis Romero con su concepto de vida histórica. Williams rescata la idea básica de la tradición marxista de la determinación en última instancia de las estructuras materiales y la traduce en términos de límites –dentro de los cuales pueden constituirse diversos universos culturales- e incitaciones, elementos necesarios pero no suficientes, a partir de los cuales los sujetos conforman su mundo cultural.

Si aceptamos la idea de que en la esfera cultural se constituye la forma mentis de los sujetos, que es valorativa y operativa, es decir que les permite juzgar y actuar. Si admitimos que su acción es un producto tanto de las “incitaciones límites” de la estructura como de los impulsos de esa forma mentis, que opera como filtro y como retícula de las incitaciones de la realidad, se plantea entonces uno de los problemas centrales del análisis histórico: por qué caminos esas determinaciones de la estructura se convierten en formas culturales. Es sin duda el concepto de experiencia, elaborado aunque no demasiado teorizado por E. P. Thompson, el que más ayuda a encarar estos procesos, en tanto permite explicar simultáneamente el modo como se constituyen representaciones sociales a partir de experiencias individuales primarias, y a la vez el modo como esas experiencias son vividas e interpretadas por sus protagonistas a la luz de las experiencias acumuladas, decantadas y convertidas en representaciones simbólicas. He aquí un camino por el cual, continuamente y sin rupturas, se pasa del proceso social, por la vía de la conciencia de los sujetos[vii]. Se complementa con otro que ha sido mucho más estudiado: aquel por el que la experiencia social constituida se incorpora a los sujetos individuales que, en términos de Bourdieu, se apropian de distintas porciones del capital social acumulado. De este doble proceso surge eso que, en términos clásicos, se ha llamado conciencia de clase, y que quizá convendría denominar con un término menos cargado de connotaciones[viii].

En síntesis, un sujeto social se constituye tanto en el plano de las situaciones reales o materiales como en el de la cultura, sencillamente porque ambos son dos dimensiones de una única realidad. Los estudios clásicos han partido de uno, y no se han molestado casi en llegar al otro, sustituido a los sumo por el estudio de las ideologías que, se suponía, eran aceptadas por los sujetos. En el caso de los estudios sobre la clase obrera, la mayoría de las investigaciones han puesto el acento en las situaciones reales: conocemos relativamente más de su inserción en la estructura socioeconómica, de sus organizaciones y de su acción sindical y política. Por ello parece importante dar un impulso al estudio de la dimensión simbólica de esos fenómenos, lo que no supone descartar aquélla ni minimizarla, entre otras cosas porque ningún estudio de los procesos de constitución del universo simbólico puede hacerse por separado de la sociedad o los ámbitos sociales específicos en que ello ocurre. Este terreno de los cultural, que hoy aparece como fundamental para entender a los sectores populares, es sin duda mucho menos seguro y firme que el hasta ahora privilegiado. Es cierto que suele ser el terreno propicio del ensayismo y la generalización fácil. Pero esas dificultades no pueden excusar su estudio; más bien deben obrar como desafío para encontrar metodologías aptas y categorías operacionales que permitan hacer pie en el pantano. Esa intención tiene la propuesta de considerar las identidades sociales y su proceso de constitución, que queremos hacer.



¿Cómo conocer a los sectores populares?



Fuente Plaza de Mayo (foto: P. E. Pirovano)
La segunda cuestión tiene que ver con la posición de los sectores populares urbanos en la sociedad y las implicaciones que ello tiene respecto de las posibilidades de conocerlos. Es sabido que la historia ha mirado preferente o exclusivamente a las elites, entre otras cosas porque ellas son las que se hacen escuchar plenamente. Tener voz es tener historia, y quienes no la tienen son las “gentes sin historia”.

Pero desde fines del siglo XVIII la presencia de los sectores populares en la escena histórica es insoslayable, lo que obligó a abandonar la tradicional ignorancia de sus voces. Acerca de cómo acercarse a ellos, dos posiciones extremas han dominado hasta hace algún tiempo la discusión, y todavía hoy perduran con fuerza. Unos, desde una perspectiva populista que tiene sus raíces en el historicismo romántico, han tendido a ver una suerte de identidad popular que recorre la historia, sustancialmente igual a sí misma, o al menos suficientemente resistente a los cambios como para que pueda identificarse la presencia de un sujeto en períodos o circunstancias muy diferentes. Tal los planteos sobre “líneas históricas”, que sin inconvenientes mayores suelen enlazar los movimientos del siglo XIX y los finales del XX en un único movimiento, por ejemplo la lucha por la “liberación”[ix]. Tal planteo supone además que ese sujeto es básicamente impermeable a las influencias de los sectores dominantes, que la dominación logra acatamiento pero nunca aceptación ni mucho menos readecuación del sujeto a los parámentros fijados por el sistema de dominación. En el otro extremo, se ha supuesto que estos sectores populares carecen completamente de toda identidad propia: todo lo que son es lo que le han dicho que tienen que ser; todo lo que tienen es una variante degradada de la cultura de la elite, que a fuera de vieja se ha hecho folk. Esta concepción se refuerza a partir de los estudios de los procesos de comunicación de masas: el llamado “paradigma comunicacional” hace del receptor un paciente, moldeable por el emisor, sobre todo si los medios son enormemente poderosos[x].

Estas dos propuestas extremas acerca de si los sectores populares tienen existencia autónoma observable tenían la ventaja de dar una respuesta coherente, si no conveniente, acerca de un interrogante que habitualmente acosa a quienes estudian este tema: cómo conocer a estos sectores populares huidizos y hasta evanescentes. Desde la perspectiva populista el camino pasa por la identificación del alma popular: al pueblo se lo siente, y luego se lo entiende. Por otra parte, cada cosa que se sepa, averigüe o intuya acerca de ellos puede ser ubicada más o menos en cualquiera de los momentos de su devenir, pues en el fondo no cambian. Desde la perspectiva de la manipulación, conociendo el mensaje se conoce a su destinatario.

Quienes en cambio se ubican en la perspectiva de la ciencia histórica o la antropología, y tienen en cuenta los recaudos para el conocimiento propios de esas disciplinas, suelen ser muy precavidos, lo que frecuentemente los lleva a un callejón sin salida. No hay de los sectores populares demasiados testimonios directos: durante la mayor parte de su historia, esta “gente sin historia” no supo escribir, y a lo sumo escribían por ellos. En todos los lugares donde se los ve actuar se constata que, en definitiva, siempre es una actuación mediada por elementos, estructuras o instituciones de la sociedad establecida: sus creencias pasan por el filtro de las creencias institucionales, su acción política a través de direcciones o programas ajenos, sus ideas son expresadas por otros, aun en los casos de mayor simpatía. Aplicando las reglas del conocimiento positivo, se llega rápidamente a la conclusión de que, puesto que no hay testimonios puros, no hay conocimiento posible, con excepción de los conocimientos más “duros” de su realidad. Podemos saber cuántos son, en qué trabajan, quizá cuántas calorías consumen; pero recordando a continuación que allí se encuentra en realidad una burocracia, o profesionales de la política, o intelectuales simpáticos pero extraños. Pero los sectores populares permanecen misteriosos, lejanos e inasibles. Quienes asumen la perspectiva antropológica y abordan los problemas culturales se topan con una segunda barrera: su cultura nos es, en el fondo, tan ajena como la de una tribu polinésica. Tiene su propio mundo de valores, sus propias reglas de pensamiento, y esto –que ni siquiera podemos analizar a través de testimonios directos- nos es sustantivamente extraño, tal como lo plantea Spengler para las culturas no occidentales. Juntos o separados, ambos pensamientos suelen servir para desalentar estos estudios, aun cuando se los reconozca importantes y valiosos.

Las dos cuestiones planteadas suelen paralizar la discusión: es necesario enfocarlas desde otro punto de vista. En primer lugar, volver a las nociones básicas sobre qué cosa es una sociedad: los sectores populares y la elite, o cualquier otro tipo de sectores que se identifiquen en ella, no existen antes o al margen de la sociedad; son en el fondo distinciones analíticas que se realizan para estudiar ese todo y, como tales, su análisis, es decir su estudio por separado y en sí, tiene un límite que está dado por los supuestos acerca del todo social. No se hace historia de los sectores populares o de la elite, sino de la sociedad, vista desde la perspectiva de uno de sus actores.

La primera consecuencia de esta vuelta a las nociones básicas tiene que ver con nuestra tradicional imagen de sujetos sociales clara y pulcramente recortados, sino impermeables, sí al menos nítidamente separados unos de otros, E. P. Thompson ha señalado, en un notable artículo, cómo los sujetos sociales se constituyen a partir de un conflicto social que les es previo. No se trata con esto de establecer prelaciones, que llevarían otra vez al callejón sin salida de la “última instancia”, sino de buscar un modo de pensar distinto del que emana de la vieja tradición: primero están (y caractericemos a) los actores y luego veamos las causas que llevan al conflicto. Tanto Raymond Williams como Pierre Bourdieu han partido de un punto de vista similar al estudiar los problemas culturales: antes que pensar en los sujetos sociales que tienen distintas culturas, y establecer a partir de esto las relaciones, conviene partir de la existencia de una corriente cultural común y estudiar las distintas formas de apropiación o consumo, así como los mecanismos que la regulan. Aquí, como en el caso anterior, primero está el campo y luego los sujetos. Pero en él, la configuración de los sujetos es cambiante: como ha señalado Stuart Hall en relación con el campo cultural, se trata de un campo de límites fluctuantes; entre sus polos –el popular y el de elite, en este caso- hay todo tipo de relaciones: imposición, aceptación, préstamo, apropiación. Lo que separa lo popular de lo que no es no se define de una vez para siempre sino que es el resultado concreto de una fase concreta de ese conflicto, y como tal se desplaza, avanza o retrocede. Es fácil pensar ejemplos similares en la lucha social o en la política[xi]. Las manifestaciones de lo popular que habitualmente puede estudiar un historiador –un partido, una forma de vida, un movimiento social, una creación cultural- nunca son populares en términos puros y no porque los sectores populares, a diferencia de los de elite, tengan esa capitis diminuti de la heteronomía o la subordinación (la tienen, pero es una diferencia de grado) sino porque esa mezcla es lo propio de todo el proceso social y cultural: el conflicto, la coexistencia, la impureza.

La segunda consecuencia del retorno a las nociones básicas tiene que ver con el problema del conocimiento de los sectores populares. Sabemos mucho sobre esas elites que escriben y piensan más o menos como nosotros (aunque bien podríamos aplicarles las mismas dudas acerca de la mediatización de sus acciones o el recurso a voces ajenas). Es posible que ellas nos guíen al conocimiento de los sectores populares, puesto que en realidad éstos no son polinesios sino copartícipes de un único mundo social y cultural. Para ello, podemos centrarnos en las acciones de diverso tipo que esa elite desarrolla para moldear, adecuar, conducir, dominar a los sectores populares[xii]. En primer lugar los miran, y traducen su impresión en multitud de testimonios: los sectores populares aparecen a veces como el reducto folk y pintoresco, o como las “clases peligrosas”, o como la barbarie, o como los extraños, o de muchas otras formas, todas prejuiciosas, escasamente críticas, a menudo descalificadoras, que hablan mucho más de quienes las piensan que del objeto de referencia. Pero en el proceso social, también operan sobre éste: la “mirada del otro”, del que está enfrente, es uno de los elementos constituyentes de la identidad social, y ese elemento puede ser estudiado bastante bien.

Por otra parte, el modo como esta elite organiza la sociedad constituye a los sectores populares de diversa forma: en trabajadores, en consumidores, en votantes, en acólitos. La adecuación de este sujeto a los papeles que debe desempeñar requiere de diversos instrumentos, en parte coactivos y en parte educativos. El Estado enseña, disciplina, vigila, castiga, como han enseñado desde distintas perspectivas Althusser y Foucault. En el mismo sentido operan otros actores, como la Iglesia y más recientemente la industria cultural y particularmente los medios masivos de comunicación. Aunque los resultados obtenidos no son nunca exactamente los buscados (y aquí es preciso apartarse de la visión reproduccionista de estos autores), indudablemente estas acciones son en parte (y a veces en gran medida) eficaces; por lo tanto, a través de ellas podemos saber muchos de quienes la reciben y soportan[xiii].

Si pensamos que el sujeto paciente no es exactamente igual a lo que quieren hacer de él, es porque en primer lugar subrayamos su capacidad de resistencia y, también, porque tenemos en cuenta lo que suele llamarse perspectiva del receptor. Todo lo que se le dice a alguien es recibido e interpretado de un cierto modo; en términos comunicacionales, es decodificado a partir de un cierto código del receptor, y luego resignificado. Este código se ha formado ciertamente a partir de mensajes y enseñanzas anteriores (también decodificadas y resignificadas) pero igualmente a partir de las experiencias incorporadas a eso que llamamos la forma mentis del sujeto, que opera como filtro y retícula. Es allí donde encontramos la herramienta que permite al receptor seleccionar, aceptar parcialmente, modificar, rechazar, cambiar de significado, ubicar en configuraciones de sentido diferentes. Es allí también donde el otro implanta, frontal y subrepticiamente, sus propios instrumentos, criterios, valores. Es allí donde se libra uno de los combates por la hegemonía[xiv].

La percepción de este ancho campo de maniobra, que transforma la “tabula rasa” en un sujeto histórico completo, es la que conduce al escepticismo acerca de la posibilidad de entender a ese sujeto rebelde, extraño y en cierto modo mudo a fuerza de ser ágrafo. Sin embargo, si aceptamos que podemos conocer positivamente los “mensajes” de distinta índole que se les dirigen a estos actores rebeldes e incógnitos, encontramos allí una segunda vía de conocimiento: todo mensaje y toda acción incluye de alguna manera al “otro”, al destinatario de la acción, al receptor, puesto que espera ser aceptado y reconocido por éste. Las marcas y señales del lector, el oyente o el recipiente, incluidas en ellos, agregan indicios para el conocimiento de ese sujeto huidizo.

En síntesis, no se trata de sujetos sociales de identidad distinta, uno puro y otro impuro, uno cognoscible y el otro no, sino de un único campo cuyas zonas están quizá mejor o peor iluminadas pero que es inescindible. Y así como estudiar las zonas claras ayuda a entender las oscura, mientras estas zonas oscuras existan las claras no serán totalmente entendidas. Veamos ahora qué implicaciones tiene esto para una conceptualización de los sujetos históricos, y particularmente del llamado sujeto popular.



¿Son los sectores populares urbanos un sujeto histórico?



Protesta (foto: P. E. Pirovano)
Cabe entonces preguntarse cuánto se dice cuando se habla de sectores populares, y hasta qué punto ellos son cabalmente un sujeto histórico. En realidad se dice muy poco, casi nada, y en este sentido las críticas al empleo de esta denominación son justas. El término apenas sirve para delimitar un campo de estudio, para recortar un área de la realidad, pero fuera de eso no precisa mucho más. Probablemente en esa ambigüedad e indefinición esté su virtud, pues de manera mucho más clara que cuando se emplean términos aparentemente más precisos, como clase obrera o burguesía, se manifiesta la imposibilidad de definir un sujeto a priori, fuera de un proceso histórico concreto. Frente a las definiciones más bien estadísticas de las disciplinas sociales sistematizadoras, la historia debe encontrar un modo específico de caracterizar los sujetos, y probablemente deba apelar para ello a un modo diferente de razonar. Señalaremos al respecto tres cuestiones.

En primer término: ¿los sectores populares son lo que son, lo que ellos creen ser o lo que otros creen que son? ¿Un siervo es un campesino oprimido por los nobles o es un “labrador” de un orden ternario integrado por defensores y oradores, como enseña la Iglesia? ¿Un vendedor ambulante es un comerciante por cuenta propia o la parte indiferenciada del “bajo pueblo”, como cree la “gente decente”? ¿Un trabajador es un proletario, como piensan los socialistas, o un futuro cuentapropista, como a menudo cree él? En todos estos casos se ve el cruce entre caracterizaciones que nosotros, analistas, encontramos a partir de la estructura de la sociedad, que aquéllos no alcanzan a comprender, junto con imágenes del otro. Como ya se señaló, el sujeto histórico incluye, de alguna manera, esas distintas dimensiones. Hay en él una base, como un mármol en bruto, sobre el cual puede construirse un número limitado pero diverso de estatuas: tal la dimensión de la estructura; los escultores son los grupos dirigentes. El Estado, la Iglesia, los grupos contestatarios, actuando conjunta o separadamente, y también el propio sujeto, que construye desde adentro su propia imagen, de modo que la resultante es una combinación, no necesariamente coherente, de todos esos impulsos.

En segundo término: ¿constituyen estos sectores populares un recorte preciso, homogéneo y constante de la realidad? La anterior conclusión indica que no puede resultar eso de la confluencia, necesariamente inestable y cambiante, de tantas fuerzas. Aquí, la percepción del historiador se aparta sustancialmente de la de quienes creen que es posible una caracterización precisa y unívoca, determinando los límites exactos de este sujeto popular, , con la precisión que tiene, por ejemplo, una caracterización censal: tales categorías ocupacionales entran en la definición y tales otras no, y deben ser incluidas, por ejemplo, en la “clase media” (un término tan ambiguo como sectores populares, pero que sin embargo goza de más respetabilidad) o por otra parte en los grupos marginales o de la “mala vida”, separados de los específicamente populares.

Quizá debería partirse de la premisa contraria. Existen en los sectores populares –y probablemente en cualquier sujeto histórico- fuerzas que llevan a su fragmentación: hay una enorme diversidad ocupacional y de condiciones en cuanto a trabajadores; hay una gran diferencia en cuanto a riqueza, prestigio o poder, a partir de las cuales pueden establecerse capas; existen en ellos tradiciones culturales diferentes, incluyendo en muchos casos las nacionales; hay, finalmente, recortes ideológicos o políticos que, en ocasiones, pueden establecer diferencias profundas. La enumeración puede extenderse más aún. Todos esos segmentos, que cortan el conjunto de diversas maneras, coexisten conflictivamente y las diferencias pueden llegar a determinar hasta enfrentamientos profundos (para poner en caso extremo: huelguistas y esquiroles, o la clásica contraposición entre proletariado y lumpen-proletariado). Más aún, podría decirse que sobre estas diferencias, acentuándolas, suelen trabajar los mecanismos de dominación. Pero simultáneamente existen fuerzas que impulsan a la polarización: a su integración a partir de grandes experiencias unificadoras, que pueden encontrarse en los mismos campos donde se hallan las de la fragmentación: una gran fábrica, que iguala condiciones laborales, el hacinamiento en la vivienda, la común extranjería frente a una sociedad excluyente o xenófoba, la participación en acciones de lucha importantes, una identificación política, la represión.

He aquí, entonces, dos fuerzas en tensión: una que lleva a la fragmentación del universo popular en una multitud de universos y otra que tiende a unificar el campo; que operan en relación con fuerzas similares presentes en el otro extremo del campo social. En ocasiones, la polarización es tan fuerte que en torno del campo popular se aglutinan los que en otras circunstancias formarían parte de las llamadas capas medias; en otras, la tensión disminuye y queda entre los dos polos un campo indeciso y fluctuante; en otras, finalmente, estos sectores intermedios se agrupan en torno del polo dominante, como las limadura de hierro en un campo imantado, según la imagen usada por Thompson. En fin, las posibilidades son múltiples, y sólo el análisis correcto de una situación puede revelarlas y mostrar cómo ese sujeto, que ambiguamente hemos llamado sectores populares, incluye y no incluye a otros grupos y capas habitualmente considerados “dudosos” (ya se trate de pequeños comerciantes o delincuentes). Pensar las cosas así constituye, de alguna manera, un desafío a la lógica que habitualmente usamos. En síntesis, debemos pensar en un sujeto que, aun teniendo un polo constante cuya caracterización nos remite a la estructura, tiene límites y densidades variables, de cuya naturaleza no nos dice nada una respuesta genérica, y que remite al proceso histórico y sus coyunturas.

Finalmente: ¿se puede predicar algo constante y permanente de los sectores populares? Tenemos casi la necesidad intelectual de encontrar una definición de este sujeto lo suficientemente durable y permanente como para ser adecuada a una estructura de larga duración, al modo como “clase obrera” lo es para el “capitalismo”. Pero, por otro lado, la perspectiva historicista lleva a cuestionar la existencia de esas permanencias absolutas y a preguntarse si los cambios constantes, los cambiantes equilibrios, no hacen imposible esa continuidad y todo intento de definición permanente.

Los sectores populares, entre la fragmentación y la polarización, no son, en realidad, sino que están siendo; es necesario encontrar la fórmula que, en la definición del sujeto, articule la continuidad en el cambio, o la transformación en la permanencia, problema que por otra parte es central en cualquier análisis histórico. Las fuerzas que operan alrededor de la polarización-fragmentación son más o menos las mismas que operan en este caso. Un cambio en la estructura de la sociedad, o una modificación de la relación entre el sujeto popular y alguno de los otros, lleva a una nueva configuración de ese sujeto, pero la vieja configuración no desaparece del todo: permanece en la imagen, en las representaciones simbólicas, operando sobre la nueva realidad. Así, los cambios situacionales se combinan con las imágenes de los sujetos, y la tradición –lo que han sido- se integra en el presente, operando sobre él. Hay una serie de mecanismos sociales de conservación de esa tradición. Los tienen las familias, las asociaciones, como los sindicatos o los partidos, y también perdura en imágenes sociales acuñadas y perpetuadas culturalmente. Pero la tradición no es una fuerza ciega e indeterminada que ata el pasado con el presente. en buena medida, la tradición se construye, mediante el olvido y el recurso selectivo, la resignificación del pasado, y hasta el invento (como por ejemplo, la fundación mítica de un movimiento político). Hay procesos sociales específicos de constitución o destrucción de identidades, y hay agentes sociales especializados en ello, como los historiadores o los periodistas. El pasado opera sobre el presente y asegura la continuidad de los sujetos históricos, pero a partir de la elaboración que, desde el presente, se hace de él. Por otra parte, esa tradición constituye también un campo de conflicto cultural, y en la constitución de esa tradición, en la determinación de lo que debe ser recordado, olvidado y recuperado, y en la valoración respectiva, operan las mismas fuerzas que operan en el conflicto social[xv].

Tenemos, pues, unos sujetos sociales que cambian y permanecen, son lo que son y lo que han sido. También, en alguna medida, lo que van a ser. Los procesos de cambio comienzan conformando situaciones sociales anunciadas pero no maduras. Hay grupos, actitudes, ideas, que empiezan a configurarse pero que aún no han crecido lo suficiente como para incorporarse a un sujeto histórico distinto, y actúan dentro del existente, empujándolo en un sentido, para ser algo distinto, o prefigurando una ruptura. Tal el caso, por ejemplo, del vasto movimiento de disconformismo propio de la sociedad burguesa, que aún hoy desafía algunos de los componentes de ésta, aunque no termina de conformar una alternativa. Son grupos o fuerzas emergentes que, sin haber roto todavía con el sujeto, lo hacen empezar a ser algo distinto de sí mismo[xvi].

Así, un sujeto social, que es un presente, tiene metido dentro de sí el pasado y el futuro. Ninguna definición estática puede dar cuenta de esa transitoriedad, o mejor dicho del carácter dinámico y cambiante de su ser. Quienes han estudiado la conformación de la nueva clase obrera en el marco de la Revolución Industrial, a partir de distintos segmentos de los sectores populares, se han encontrado con esta realidad: los nuevos obreros industriales son todavía una minoría en el mundo de jornaleros, artesanos, campesinos y lo que en general se ha denominado la “multitud”; más aún, lo que serán los rasgos propios de los obreros industriales –actitudes, formas de vida, formas de organización- no alcanzan todavía a diferenciarse de los propios de la vieja sociedad[xvii]. Ninguna definición de la clase obrera alcanza a dar cuenta de esa compleja transición ni puede precisar el momento en que lo viejo ya no lo es más y lo nuevo no lo es plenamente. Como en el caso anterior, tenemos aquí un desafío para una lógica habituada a las definiciones categóricas, fijas y excluyentes.



Identidades



Puesto de choripanes (foto: P. E. Pirovano)
En suma, los sectores populares no son un sujeto histórico, pero sí un área de la sociedad donde se constituyen sujetos. Su existencia es el resultante de un conjunto de procesos, objetivos y subjetivos, que confluyen en una cierta identidad, la que aparece en el momento en que, de un modo más o menos preciso, puede hablarse de un “nosotros”, sea cual fuera esa identificación. Estas identidades son cristalizaciones provisionales, que dan el tono, la línea principal en una situación, un período relativamente largo, asible, cognoscible, pero que no excluye tonos menores, líneas alternativas, diferentes o contradictorias, remanentes o anticipatorias. Las identidades se constituyen en el marco de un campo social, en relación con otras, o más exactamente contra otras identidades. Empujadas por la tendencia a la fragmentación, cada identidad es una y varias a la vez; empujadas por lo que fueron y lo que van a ser, son iguales y distintas a sí mismas. Por ambas razones, sus límites y sus perfiles son fluidos y cambiantes, aunque puede identificarse con ellas un núcleo duro. Tal es la caracterización de un sujeto histórico, que si no ofrece las seguridades esperables para un conocimiento “duro” y positivo, al menos probablemente sirva para explicar más cosas que lo que permiten los recortes más tradicionales.

El fluir del proceso histórico hace provisionales a estas identidades. Pero esa provisionalidad también tiene que ver con los problemas apuntados del conocimiento. Las identidades, definidas provisoriamente, constituyen una herramienta heurística, una forma de acercarse al material empírico y organizarlo, y simultáneamente probar, combinar, evaluar hasta qué punto las líneas divergentes son eso o, más aún, definen identidades alternativas.

Porque el problema mayor de quien quiere simultáneamente estudiar un sujeto huidizo como los sectores populares urbanos, y una esfera más huidiza aún, como la de la “cultura2, es cómo transformar estas ideas generales acerca de la naturaleza de los problemas en mecanismos operativos. Aquí es sin duda donde los trabajos sobre la cultura popular ofrecen a menudo un flanco débil, donde más fácil es deslizarse del estudio riguroso al ensayo. En otros trabajos hemos propuesto la existencia, entre los sectores populares de Buenos Aires entre 1880 y 1940, de dos grandes identidades sucesivas: una trabajadora y contestataria, fuertemente influida por el anarquismo, y otra popular, conformista y reformista, con influencias del socialismo. También hemos propuesto un conjunto de vías que analíticamente pueden distinguirse al estudiar los procesos de constitución de estas identidades. En primer lugar, el área de las experiencias sociales, es decir ese campo en que los impulsos estructurales se convierten en circunstancias vividas, recordadas y transmitidas, organizados en una forma mentis a partir de la cual las propias experiencias son entendidas. Luego, el área de las relaciones con los otros actores sociales, deseosos de un modo u otro de moldear esa identidad. Estos actores, y la naturaleza de su acción, son diversos. Puede distinguirse entre ellos lo que es la mirada puramente prejuiciosa del “otro”, de las elites, habitualmente descalificadora, aunque a veces sea paternal, y que de alguna manera el sujeto social incorpora, ya sea por la aceptación, el rechazo o la reformulación. Por otra parte, la acción más sintética, y más pretendidamente racional y universal, del Estado, con sus dos mecanismos (no siempre discernibles) de la coacción y la educación, que a partir de una imagen general de la sociedad asigna a cada uno una posición y una identidad y opera firmemente sobre las actitudes, creencias y valores del sujeto popular, reforzando unas, combatiendo o extirpando otras. Luego, el de las instituciones tales como la Iglesia, los medios masivos de comunicación o, desde una perspectiva diferente, con intereses y propósitos opuestos pero con similares mecanismos, los intelectuales y políticos contestatarios (muchas veces llamados “de izquierda”), cada uno de los cuales procura moldear esa forma mentis reorganizando sus contenidos, extirpando, implantando, subrayando, atenuando[xviii].

Tales las fuerzas, los escultores del bloque de mármol. Es preciso penetrar luego en el proceso social en que actúan esas fuerzas, a lo largo del cual estas identidades se construyen y reconstruyen permanentemente. Éste es precisamente el punto en que el análisis del historiador puede superar los límites de los estudios habituales de los productos de la cultura popular –su música, sus creencias- y sumergir a éstos en el proceso social que los constituye. Estas identidades –y en general todo el universo cultural- son el resultado de prácticas sociales, desarrollada en espacios constituidos de la sociedad, en ámbitos. Esta denominación es lo suficientemente amplia como para incluir desde un sindicato, un comité político o una sociedad de fomento barrial hasta una taberna o el ámbito familiar. Más o menos estructurados, a veces espontáneos, a veces fuertemente institucionalizados, a veces durables y otras efímeros, están regidos por algún tipo de pautas que regulan su funcionamiento. Es en estos espacios sociales, estos ámbitos, donde es posible percibir los dos procesos principales de constitución de las identidades.

El primero es la transformación de la experiencia individual primaria en experiencia social compartida, decantada, traducida simbólicamente, olvidada, recordada, transmitida. El único lugar donde este proceso, etéreo e intangible, deja sus huellas es en estos ámbitos sociales entre cuyas funciones se incluye, a veces, la conservación de esa memoria colectiva (aunque sea a través de un medio tan frío e impersonal como las actas de una sociedad de fomento).

El segundo es la imbricación de estas experiencias individuales con los impulsos de los otros. Podemos denominar genéricamente a éstos –usando una metáfora comunicacional- mensajes: lo son lo que dice el Estado a través de la escuela, la Iglesia a través del cura, o la televisión. También lo es la opinión, menos articulada pero pesante, del otro. Todo mensaje supone una recepción, parcial, modificada, con rechazos, aceptaciones y cambios de sentido. En esos lugares de la sociedad que hemos denominado ámbitos se reciben estos mensajes, se los elabora, se los comenta, discute, incorpora o desecha, del mismo modo como se elabora la experiencia. En este proceso de recepción y elaboración ocupa un lugar singular un conjunto social que genéricamente puede denominarse mediadores. Son quienes, por razones profesionales, de educación u otras, participan de dos mundos: son los maestros, los militantes políticos, los curas, los promotores culturales, en general, los “intelectuales”. Participan de ambos mundos: traen, traducen y llevan, y dejan su huella en el proceso de conformación cultural.

Ámbitos, mensajes, mediadores… sería pueril suponer que un esquema tan simple agote un proceso tan complejo. Pero ofrece una vía de acceso a él. Es posible estudiar una sociedad de fomento o un sindicato: hay actas, periódicos, panfletos. Es posible estudiar a algunos mediadores, pensarlos como Janos bifrontes, con uno de sus rostros vueltos a lo popular y capaz de conducirnos a ellos. Es posible estudiar el amplio universo de mensajes, buscando en ellos la imagen de lo popular, y también su dimensión moldeadora. Si insistimos en ellos, es porque, en un campo tan difícil de atrapar y tan sustancialmente inasible como el de las identidades populares, constituyen un lugar por donde empezar a hincar el diente y, así, soslayar las tentaciones de la duda esterilizante y el “no se puede”.



[i] Indudablemente, esto era mucho más cierto en la década del sesenta que hoy, cuando la crisis de muchos paradigmas ha volcado, en ocasiones, a los científicos sociales a la perspectiva histórica; pero creo que, en el fondo, las diferencias se mantienen. Véase José Luis Romero, “La especificidad del objeto”, en La vida histórica, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1988, y en general, todos los textos de ese volumen.
[ii] Entre los clásicos, E. J. Hobsbawn, Trabajadores. Estudios de historia de la clase obrera, Barcelona, Crítica, 1979; e. P. Thompson, La formación histórica de la clase obrera, Barcelona, Laia, 1977; E. P. Thompson, Tradición, revuelta y conciencia de clase, Barcelona, Crítica, 1979; G. Rudé, La multitud en la historia, Buenos Aires, Siglo Veintiuno, 1971; G. Rudé, Protesta popular y revolución en el siglo XVIII, Barcelona, Ariel, 1978; G. Stedman Jones, Outcast London. A study in a relationship between calsses in Victorian society, Oxford, Clarendon Press, 1971.
[iii] Sobre esta reconsideración de la historia del movimiento obrero latinoamericano véase Ch. Bergquist, “What is being done? Some recent studies of the working-class and organized labour in Latin America”, Latin America Research Review, vol. 16, n. 2, 1981; también el intercambio entre Bergquist, Sofer, Erikson, Peppe y Spalding en esa misma revista, vol. 15, n. 1, 1980.
[iv] Un ejemplo de la ampliación del interés por los conflictos sociales centrados exclusivamente en el mundo del trabajo son los estudios sobre los llamados “movimientos sociales”, muy comunes hoy. Néstor García Canclini ha subrayado recientemente el conflicto social inherente a la puja por el consumo, extendiendo considerablemente la tradicional noción de lucha de clases. Cf., entre otros textos donde hace un planteo similar, “’¿De qué estamos hablando cuando hablamos de lo popular?”, Punto de Vista, VII, Buenos Aires, mayo de 1984. Sobre el tema de la cultura de los sectores populares y la clase obrera, véase por ejemplo P. Burke, Popular culture in early  modern Europe, Londres, 1978; E. Muchembled, Culture populaire et cultura des élites dans France moderne, París, Flammarion, 1979; J. Clarke, Ch. Chrichter and R, Jhonson, Working-class cultura. Studies in history and theory, Birmingham, Centre of Contemporany Cultural Studies, 1979; G. Stedman Jones, Languages of class. Studies in an English working class history, 1932-1982, Cambridge University Press, 1983 (y particularmente el artículo, allí incluido y traducido al castellano “Cultura y política obrera en Londres, 1870-1900: notas sobre la reconstrucción de una clase obrera”, Teoría, 8-9, Madrid, 1981-82); R. Hoggart, The uses of litteracy, Londres, Penguin, 1977; R. Rosenzweig, Eigth hours for what we will. Workwers and leisure in a industrial city, 1870-1920, Cambridge University Press, 1983; R. Samuel and G. Stedman Jones (ed.), Culture, ideology and politics, History Workshop Series, Londres, 1982.
[v] José Luis Romero, “Reflexiones sobre la historia de la cultura”, en La vida histórica.
[vi] Seguimos aquí el planteo de Raymond Williams: Marxismo y literatura, Barcelona, Península, 1980 y Cultura. Sociología de la comunicación y el arte, Barcelona, Paidós, 1981.
[vii] Este planteo aparece en La formación histórica de la clase obrera, y en Miseria de la teoría, Barcelona, Crítica, 1981, donde polemiza con Althusser. También en “La economía moral de la multitud en la Inglaterra del siglo XVIII”, incluido en Tradición, conciencia y revuelta de clase, cit.
[viii] P. Bourdieu, La reproducción. Elementos para una teoría del sistema de enseñanza, Barcelona, Laia, 1973. E. J. Hobsbawn, “La conciencia de clase en la historia”, en Marxismo e historia social, Universidad Autónoma de Puebla, 1983.
[ix] Esto es característico del “revisionismo”, corriente historiográfica argentina, de escasa densidad académica pero de gran impacto en el público.
[x] Néstor García Canclini ha caracterizado críticamente ambas concepciones en Las culturas populares en el capitalismo, México, Nueva Imagen, 1982. Igualmente, P. Burke, “El descubrimiento de la cultura popular”, en R. Samuel (ed.), Historia popular y teoría socialista, Barcelona, Crítica, 1981.
[xi] E. P. Thompson, “La sociedad inglesa del siglo XVIII: ¿lucha de clases sin clases?” en Tradición, revuelta y consciencia de clase. Stuart Hall, “Notas sobre la descontrucción de lo popular”, en R. Samuel (ed.), Historia popular y teoría socialista.
[xii] Tomo como referencia, naturalmente, el concepto de hegemonía de Gramsci. Cf. Notas sobre Maquiavelo, sobre política y sobre el Estado moderno, Buenos Aires, Lautaro, 1962.
[xiii] L. Althusser, “Ideología y aparatos ideológicos del Estado”, en La filosofía como arma de la revolución, Cuadernos de Pasado y Presente, nº 4 (9ª edición, México, 1979); M. Foucault, Vigilar y castigar, Nacimiento de la prisión. México, Siglo Veintiuno, 1976. Sobre el papel de la escuela: E. J. Hobsbawm, “Mass producing traditions: Europe, 1870-1914”, en E. J. Hobsbawm (ed.), The invention of tradition, Londres, 1984; M. Osofud, L’ecole, l’Eglise et la Republique, 1871-1914, París, 1963; P. Villar, “Enseñanza primaria y cultura de los sectores populares en Francia durante la III República”, en Bergson (comp.), Niveles de cultura y grupos sociales, Madrid, Siglo Veintiuno Editores, 1977. Sobre el papel combinado de la Iglesia y el Estado, los textos citados de Muchembled y Burke, y R. Mandrou, Magistrats et sorcières en France au XVII siècle, París, 1968.
[xiv] Las teorías de la recepción han sido particularmente desarrolladas, en el campo de la crítica literaria, por H. B. Jauss y la Escuela de Constanza. Véase al respecto C. Altamirano y B. Sarlo, Literatura/Sociedad, Buenos Aires, Achette, 1983. Sobre los aspectos comunicacionales de la recepción, véase Stuart Hall, “Ecoding-decoding”, en Culture, Media, Language, Centre of Contemporary Studies, Birmingham, 1980, y O. Landi, Crisis y lenguajes políticos, Estudios CEDES, 4, 4, Buenos Aires, 1982. El concepto de “sentido común” y su carácter fragmentario y contradictorio ha sido planteado por A. gramsci: véase Los intelectuales y la organización de la cultura, Buenos Aires, Lautaro, 1960. También: J. Nun, “Elementos para una teoría de la democracia: Gramsci y el sentido común”, en Punto de Vista, IX, 27, agosto de 1986.
[xv] E. J. Hobsbawm, “Tradiciones obreras”, en Trabajadores. Estudios de la historia de la clase obrera, y “Mass producing traditions”.
[xvi] Raymond Williams ha propuesto esta idea de la coexistencia de elementos residuales y emergentes junto con los dominantes. Véase Marxismo y literatura. Un análisis de este tipo aparece en la obra historiográfica de José Luis Romero, particularmente en Latinoamérica: las ciudades y las ideas, Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, 1976, y en Estudio de la mentalidad burguesa, Buenos Aires, Alianza, 1987.
[xvii] Véanse los trabajos de Thompson, Hobsbawm y Rudé citados en la nota 2.
[xviii] Sobre la acción de la Iglesia y el Estado véase nota 13. Sobre la acción de la izquierda debe remitirse, en primer término, a los textos de Lenin (Qué hacer, Obras Escogidas, tomo I, Buenos Aires, Cartago, 1965) y Gramsci (sobre los intelectuales, en El materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Croce, Buenos Aires, Lautaro, 1960). Un estudio histórico destacable, realizado desde esa perspectiva es el de R. Johnson: “Really usefull knowledge: radical education and working class cultura, 1790-1848”, en Clarke y otros, Working-class culture.