Luis Alberto Romero
LOS SECTORES URBANOS COMO
SUJETOS HISTÓRICOS (1995), Sectores
populares, cultura y política. Buenos Aires en la entreguerra, Siglo
Veintiuno Editores, 2007
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Luis Alberto Romero |
La cuestión de quiénes son
los sujetos históricos y cuáles son sus modos de existencia han sido central en
la ciencia histórica, y sin duda todavía plantea numerosos problemas.
Tradicionalmente la ciencia histórica respondió, sencillamente, que eran los hombres:
Julio César, Carlomagno, Luis XI o Robespierre; de ellos se predicaba cuando se
escribía la historia, y la explicación de sus acciones podía referirse a
algunas nociones básicas de tipo psicológico: ambición de poder, crueldad,
abnegación, si eran héroes patrios. En el siglo XIX se dio forma a un segundo
gran sujeto: el pueblo o la nación, en torno del cual se constituyó la
historiografía romántica: un sujeto social homogéneo e indiferenciado, siempre
igual a sí mismo, de existencia tan enraizada en la tradición y tan poco
marcado por el devenir que casi salía de la historia. Posteriormente, y hace no
mucho, la historia se nutrió con el contacto de las ciencias sociales más
jóvenes que, sin la carga del viejo oficio, pudieron elaborar más libremente sus
categorías conceptuales. Así, los historiadores empezaron a pensar sus
problemas en términos de sujetos colectivos: las clases en primer lugar, pero
también los estamentos o aún grupos de índole más diversa. Ña antropología enseñó
a pensar en términos de etnias o comunidades, y la ciencia política ayudó a
entender que el propio Estado tiene una lógica y una autonomía tal que puede
convertirse en sujeto histórico.
Pero esto no resolvió todos
los problemas del historiador. No se trata sólo de saber “quienes son los que”
(según la clásica pregunta para determinar el sujeto gramatical) sino qué tipo
de definición es útil o adecuada para el análisis histórico. ¿En qué lugar de
la realidad social, en qué nivel o instancia se constituyen los sujetos? ¿En
una o en varias? ¿En todas a la vez y simultáneamente, o hay algunas
manifestaciones que son derivadas de las otras? Más específicamente: ¿qué
relación hay, en esa constitución, entre los aspectos que suelen llamarse
objetivos (por ejemplo, su inserción en la estructura socioeconómica, o en la
estructura política) y los que, impropiamente quizá, se denominan subjetivos,
es decir la percepción que esos sujetos, y los otros, tienen de esa situación?
Si estos problemas, en cuyo análisis se manifiesta hoy un importante impulso
renovador, son comunes a la historia y a las restantes ciencias sociales, hay
uno que es propio de ella y que hace a su diferencia específica: hasta qué
punto es adecuado utilizar, para un proceso cuyo devenir permanente se afirma,
categorías fijas, principalmente estáticas, como las que habitualmente elaboran
las ciencias sociales. Como ha señalado José Luis Romero, la diferencia entre
unas y otras pasa porque las ciencias sociales apuntan preferentemente a la
sistematización –y de allí su gusto por categorías definibles y fijas- mientras
que la historia apunta a percibir los procesos[i].
Este problema presente desde
Parménides y Heráclito en las formas de conocimiento a nuestra cultura
occidental, tiene una clara referencia para la cuestión del sujeto; con
Heráclito, podría decirse: no encontrarás dos veces la misma clase; o más
exactamente, una clase no es de un
cierto modo, sino que está siendo, es
decir, que está haciéndose, deshaciéndose y rehaciéndose permanentemente, de
modo que una forma de conocimiento centralmente estática, como la que proponen
las ciencias sociales, ayuda poco a captar la naturaleza histórica de los
sujetos sociales.
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Las implicaciones de esta
cuestión se advierten en los estudios sobre la clase obrera y los sectores
populares urbanos. Es indudable que los estudios históricos sobre la clase
obrera progresaron mucho: pudieron hacerlo apoyándose en algunas firmes
nociones provenientes tanto del marxismo tradicional como de la sociología o la
economía. En primer lugar, podía encontrarse a este sujeto ubicado en la
estructura productiva: su existencia surgía nítidamente del análisis de las
relaciones de producción más básica de una sociedad. Mejor aún, se lo
encontraba con igual claridad en los censos y estadísticas: podía decirse con
exactitud cuántos eran, en qué ramas se ubicaban, cómo se distribuían según las
dimensiones de las unidades de producción, según los ingresos, según su
productividad y su grado de explotación. Se los podía medir y pesar, con lo que
todas las exigencias del conocimiento más positivo estaban satisfechas.
Igualmente clara es su ubicación en otros niveles de la realidad: allí estaban
las organizaciones sindicales, los partidos políticos que representan sus
intereses, las ideologías que expresaban esos intereses y su visión del mundo.
Era fácil postular una relación unívoca entre todos los niveles: eran así, se
comportaban así y pensaban así. Más aún, eran sustancialmente iguales a sí
mismos, salvo los cambios provocados por los grandes quiebres en la estructura
productiva, como por ejemplo el pasaje de la etapa de las empresas individuales
a la de los grandes monopolios. Si luego el análisis histórico concreto revela
anomalías o conductas no explicables, como por ejemplo su apoyo a partidos
conservadores, esto se debía a fenómenos de falsa conciencia, o a que aún no se
había desarrollado todas las etapas del camino del autoconocimiento: lo
ideológico funcionaba así como la variable de ajuste, con la cual la historia
–lo que realmente pasó, según la fórmula rankeana- se reconciliaba con las
categorías más básicas, que de algún modo se sacaban, si no de ella, al menos
de sus contingencias.
En las últimas cuatro
décadas, los estudios han tendido a mostrar fisuras en ese paradigma, que ha
terminado casi totalmente cuestionado. La exploración de otras esferas de la
vida de los trabajadores –principalmente a partir de la cuestión del nivel de
vida- reveló que había otras posibilidades de encarar el problema de la
constitución de los sujetos, no sólo centrada en su vida laboral. Los estudios
sobre la formación de la clase obrera revelaron una transición muy matizada y
muy larga, y una serie de formas intermedias no exactamente homologables al
viejo paradigma de la clase obrera, aunque tampoco incompatibles[ii].
Por otra parte, en el caso específico de las sociedades latinoamericanas se
puso en evidencia el carácter insular de su clase obrera (por lo menos de
aquella que satisficiera el viejo paradigma) y la amplitud de otros grupos que
no se confunden con ella pero que tampoco pueden ser separados completamente,
por los cuales pasan algunos de los procesos sociales más significativos[iii].
Así hoy, en el caso de las
sociedades urbanas, los estudios sobre lo que Gramsci llamó las clases
subalternas parecen no concentrarse exclusivamente en los trabajadores
industriales sino en un conjunto más amplio, genéricamente denominado sectores
populares urbanos. Por otra parte, del estudio excluyente de lo laboral se ha
pasado a un intento de integrar las distintas esfera de su vida; de su acción y
conflicto como trabajadores, a través de las organizaciones sindicales, a todas
las manifestaciones conflictivas de su existencia. Finalmente, del análisis de
las “ideologías”, esto es las formulaciones sistemáticas, provenientes de
intelectuales que enseñan a la clase cuáles son sus ideas (tal la versión
extrema y caricaturesca del planteo mucho más profundo de Lenin, que ha
dominado los estudios de este campo), a una consideración más general de lo que
se denomina su cultura[iv].
Esto no significa que el
viejo paradigma haya sido reemplazado por otro que ofrezca las mismas
seguridades, que permita presentar dibujos tan claros y orgánicos como los de
la “historia del movimiento obrero”. Por el contrario, quienes han abandonado
las viejas seguridades son conscientes de que se mueven en un terreno movedizo
y de que, en realidad, carecen de respuestas categóricas para preguntas y
cuestionamientos. El principal problema es que se han propuesto estudiar un
sujeto elusivo, que no sólo no puede medirse y pesarse sino que, en rigor, no
puede definirse con precisión. ¿Quiénes son estos sectores populares de las
ciudades de que se habla? ¿Qué arco de la sociedad cubren? ¿Son todo, o a
fuerza de no querer dejar nada fuera, terminan no siendo nada? Por otra parte,
la relativización del estudio de los objetos tangibles, como son las
organizaciones sindicales y los textos políticos, plantea la segunda cuestión:
¿es posible conocerlos? Extremando la perspectiva antropológica (que
indudablemente ha enriquecido mucho estos estudios) salta inevitablemente el caveat spenglereano: nunca se llega
realmente a entender a ese “otro”, que no sólo es distinto sino que carece de
formas de expresión propias, que cada vez que habla y actúa lo hace a través de
canales prestados, de voces y plumas ajenas, con palabras e ideas de otros.
El texto que sigue pretende,
más que dar respuesta a cuestiones que todavía no las tienen (y quizá nunca las
tengan)., precisar y delimitar los interrogantes para evitar que, de
incitaciones a la revisión de las ideas establecidas, éstos devengan en el
paralizante: esto no se puede estudiar. Intentaré en segundo lugar mostrar que,
poniendo precisión en las cuestiones y acotándolas, pueden abrirse algunas vías
de conocimiento nuevas. Finalmente procuraré plantear algunas ideas sobre la
naturaleza de los sujetos sociales, vistos desde la perspectiva de la historia,
que giran en torno a la constitución de su identidad. En mi opinión, las tres
cuestiones están entrelazadas.
¿Dónde se constituyen los sujetos sociales?
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Conventillo |
La primera cuestión a
dilucidar es el lugar, nivel o instancia de la realidad en que se constituyen
los sujetos históricos. Aquí el marxismo ha marcado un hito en las ciencias
sociales, reconozcan o no su filiación. Los sujetos principales del proceso
histórico se constituyen en el nivel de la estructura socieoeconómica, en torno
de las relaciones sociales de producción, lo cual es –creo- sustancialmente
correcto, aunque no lo es, en cambio, dar por terminada la indagación allí,
donde en realidad empieza. Esa certidumbre, por otra parte, ofrecía también una
seguridad cognoscitiva: sobre esa estructura y esas relaciones era posible
fundar un conocimiento sólido, objetivo, “duro”. En seguridad, en cambio,
impuso limitaciones a la inquisición. Minimizó la indagación sobre sujetos que
se constituyen en otras estructura de la realidad (o en otros plano de la
realidad fáctica, según los términos de José Luis Romero) y que, aunque en el
largo plazo pueden ser de una importancia secundaria respecto de los primeros,
en el análisis histórico propiamente dicho son eventualmente importantes o
decisivos: tal el caso de los que se constituyen en la esfera política, como
partidos o facciones, o los que son parte del Estado, como las Fuerzas Armadas,
o los que actúan en el plano ideológico, como las formaciones o grupos de
intelectuales. Por otra parte esa seguridad tendió a suprimir las diferencias o
peculiaridades de los niveles o planos de la realidad, subsumiéndolos todos en
el primero y reduciendo los restantes a epifenómenos de aquel. Así, del la
inserción del sujeto en la estructura productiva se derivan sus “intereses”,
tan objetivos como aquéllos, que a su vez derivaban en acciones, unidas a los
anteriores por una cadena de rígidas determinaciones, lo que culmina en la
visión e interpretaciones de unos y otros: las ideologías. Si la clase obrera
era un objeto de conocimiento “duro”, también lo eran sus intereses, modos de
acción y objetivos, previsibles y unívocos. Si luego se descubría que no
actuaban ni pensaban tal como sus intereses debían determinarlo, eso podía
explicarse por distintos tipos de desviaciones, falta de conciencia o fenómenos
de “falsa conciencia” (lo que secundariamente suponía que alguien –un grupo
político- era el depositario de esa conciencia real, y eventualmente podía
sustituir la acción de los desviados, concepción de una trascendencia política
muy grande).
Pero la pregunta de un
historiador no puede ser por qué un sujeto teórico –más una categoría analítica
que una realidad observada en el análisis- no actúa como debería actuar. El
oficio del historiador es explicar cómo actúan los sujetos históricos reales, y
esa acción no sólo es el resultado de compulsiones de la realidad fáctica sino
también el producto de un acto de conciencia, sea esta plena, falsa o velada,
la que luego, confrontada con aquella realidad, se traduce en efectos
diferentes de los proyectados, e incluso no queridos. Así, explicar las
acciones de los sujetos, y a partir de ellas a los sujetos mismos, implica
considerar, además de las situaciones sociales en que están incluidas –las
estructuras de orden fáctico-, la conciencia que los sujetos tienen de ellas,
porque es en el cruce de ambos planos, el de las situaciones y el de su
conciencia, donde se constituyen los sujetos históricos[v].
Es esta, por otra parte, una
contraposición clásica: la del ser social y la conciencia social, resuelta
habitualmente en términos de ideología, es decir visión parcial, velada,
deformada, intencionalmente deformada u ocultante de la realidad. Se diría: la
realidad existe y la ideología –un núcleo de concepciones lógicamente
articuladas y rigurosamente armadas- la encubre. Esta contraposición nos parece
hoy esquemática e insuficiente. Para el enfoque que proponemos, parece más
pertinente el concepto de cultura, tal como lo utilizan actualmente muchos
estudiosos: un conjunto amplio de representaciones simbólicas, de valores,
actitudes, opiniones, habitualmente fragmentarios, heterogéneos, incoherentes
quizá, y junto con ellos, los procesos sociales de su producción, circulación y
consumo, cuya consideración permite superar la idea tradicional de las
representaciones como “reflejo” y las ubica en su doble carácter de
constituyentes del proceso social y constituidas por él[vi].
Así caracterizada la cultura, es posible relacionar con ella, en un lugar
importante pero no ya el centro, la ideología, núcleo conceptual “duro”, con
formas específicas de producción, circulación y consumo, que en parte es
producto decantado de aquel conjunto de representaciones y en parte opera desde
fuera de él, moldeándolo, ordenándolo, dándole coherencia.
La cuestión es cómo
relacionar ambas dimensiones del procesos social. Habitualmente, dentro de
aquella tradición más clásica, eran consideradas dos esferas absolutamente
diferentes: una de ellas determinaba a la otra, que era apenas un reflejo de la
primera, un fantasma casi, que no merecía estudios específicos. Esta opinión
era compartida por quienes, desde el otro lado, veían la historia de las ideas
como un campo autónomo, , cuyo estudio no requería de mayores precisiones desde
el campo de las realidades materiales. La percepción de los elementos
materiales implícitos en los procesos culturales, y de los elementos simbólicos
que necesariamente informan los procesos sociales, el estudio de las
interacciones e influencias recíprocas, lleva en un extremo a Raymond Williams
a hablar de un proceso social único y de inescidibilidad de sus dos
dimensiones, material y simbólica. Algo similar propone José Luis Romero con su
concepto de vida histórica. Williams rescata la idea básica de la tradición
marxista de la determinación en última instancia de las estructuras materiales
y la traduce en términos de límites –dentro de los cuales pueden constituirse
diversos universos culturales- e incitaciones, elementos necesarios pero no
suficientes, a partir de los cuales los sujetos conforman su mundo cultural.
Si aceptamos la idea de que
en la esfera cultural se constituye la forma
mentis de los sujetos, que es valorativa y operativa, es decir que les
permite juzgar y actuar. Si admitimos que su acción es un producto tanto de las
“incitaciones límites” de la estructura como de los impulsos de esa forma mentis, que opera como filtro y
como retícula de las incitaciones de la realidad, se plantea entonces uno de
los problemas centrales del análisis histórico: por qué caminos esas
determinaciones de la estructura se convierten en formas culturales. Es sin
duda el concepto de experiencia, elaborado aunque no demasiado teorizado por E.
P. Thompson, el que más ayuda a encarar estos procesos, en tanto permite
explicar simultáneamente el modo como se constituyen representaciones sociales
a partir de experiencias individuales primarias, y a la vez el modo como esas experiencias
son vividas e interpretadas por sus protagonistas a la luz de las experiencias
acumuladas, decantadas y convertidas en representaciones simbólicas. He aquí un
camino por el cual, continuamente y sin rupturas, se pasa del proceso social,
por la vía de la conciencia de los sujetos[vii].
Se complementa con otro que ha sido mucho más estudiado: aquel por el que la
experiencia social constituida se incorpora a los sujetos individuales que, en
términos de Bourdieu, se apropian de distintas porciones del capital social
acumulado. De este doble proceso surge eso que, en términos clásicos, se ha
llamado conciencia de clase, y que quizá convendría denominar con un término
menos cargado de connotaciones[viii].
En síntesis, un sujeto
social se constituye tanto en el plano de las situaciones reales o materiales
como en el de la cultura, sencillamente porque ambos son dos dimensiones de una
única realidad. Los estudios clásicos han partido de uno, y no se han molestado
casi en llegar al otro, sustituido a los sumo por el estudio de las ideologías
que, se suponía, eran aceptadas por los sujetos. En el caso de los estudios
sobre la clase obrera, la mayoría de las investigaciones han puesto el acento
en las situaciones reales: conocemos relativamente más de su inserción en la
estructura socioeconómica, de sus organizaciones y de su acción sindical y
política. Por ello parece importante dar un impulso al estudio de la dimensión
simbólica de esos fenómenos, lo que no supone descartar aquélla ni minimizarla,
entre otras cosas porque ningún estudio de los procesos de constitución del
universo simbólico puede hacerse por separado de la sociedad o los ámbitos
sociales específicos en que ello ocurre. Este terreno de los cultural, que hoy
aparece como fundamental para entender a los sectores populares, es sin duda
mucho menos seguro y firme que el hasta ahora privilegiado. Es cierto que suele
ser el terreno propicio del ensayismo y la generalización fácil. Pero esas
dificultades no pueden excusar su estudio; más bien deben obrar como desafío
para encontrar metodologías aptas y categorías operacionales que permitan hacer
pie en el pantano. Esa intención tiene la propuesta de considerar las
identidades sociales y su proceso de constitución, que queremos hacer.
¿Cómo conocer a los sectores
populares?
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Fuente Plaza de Mayo (foto: P. E. Pirovano) |
La segunda cuestión tiene
que ver con la posición de los sectores populares urbanos en la sociedad y las
implicaciones que ello tiene respecto de las posibilidades de conocerlos. Es
sabido que la historia ha mirado preferente o exclusivamente a las elites,
entre otras cosas porque ellas son las que se hacen escuchar plenamente. Tener
voz es tener historia, y quienes no la tienen son las “gentes sin historia”.
Pero desde fines del siglo
XVIII la presencia de los sectores populares en la escena histórica es
insoslayable, lo que obligó a abandonar la tradicional ignorancia de sus voces.
Acerca de cómo acercarse a ellos, dos posiciones extremas han dominado hasta
hace algún tiempo la discusión, y todavía hoy perduran con fuerza. Unos, desde
una perspectiva populista que tiene sus raíces en el historicismo romántico,
han tendido a ver una suerte de identidad popular que recorre la historia,
sustancialmente igual a sí misma, o al menos suficientemente resistente a los
cambios como para que pueda identificarse la presencia de un sujeto en períodos
o circunstancias muy diferentes. Tal los planteos sobre “líneas históricas”,
que sin inconvenientes mayores suelen enlazar los movimientos del siglo XIX y
los finales del XX en un único movimiento, por ejemplo la lucha por la
“liberación”[ix]. Tal
planteo supone además que ese sujeto es básicamente impermeable a las
influencias de los sectores dominantes, que la dominación logra acatamiento
pero nunca aceptación ni mucho menos readecuación del sujeto a los parámentros
fijados por el sistema de dominación. En el otro extremo, se ha supuesto que
estos sectores populares carecen completamente de toda identidad propia: todo
lo que son es lo que le han dicho que tienen que ser; todo lo que tienen es una
variante degradada de la cultura de la elite, que a fuera de vieja se ha hecho folk. Esta concepción se refuerza a
partir de los estudios de los procesos de comunicación de masas: el llamado
“paradigma comunicacional” hace del receptor un paciente, moldeable por el
emisor, sobre todo si los medios son enormemente poderosos[x].
Estas dos propuestas
extremas acerca de si los sectores populares tienen existencia autónoma
observable tenían la ventaja de dar una respuesta coherente, si no conveniente,
acerca de un interrogante que habitualmente acosa a quienes estudian este tema:
cómo conocer a estos sectores populares huidizos y hasta evanescentes. Desde la
perspectiva populista el camino pasa por la identificación del alma popular: al
pueblo se lo siente, y luego se lo entiende. Por otra parte, cada cosa que se
sepa, averigüe o intuya acerca de ellos puede ser ubicada más o menos en
cualquiera de los momentos de su devenir, pues en el fondo no cambian. Desde la
perspectiva de la manipulación, conociendo el mensaje se conoce a su destinatario.
Quienes en cambio se ubican
en la perspectiva de la ciencia histórica o la antropología, y tienen en cuenta
los recaudos para el conocimiento propios de esas disciplinas, suelen ser muy
precavidos, lo que frecuentemente los lleva a un callejón sin salida. No hay de
los sectores populares demasiados testimonios directos: durante la mayor parte
de su historia, esta “gente sin historia” no supo escribir, y a lo sumo
escribían por ellos. En todos los lugares donde se los ve actuar se constata que,
en definitiva, siempre es una actuación mediada por elementos, estructuras o
instituciones de la sociedad establecida: sus creencias pasan por el filtro de
las creencias institucionales, su acción política a través de direcciones o
programas ajenos, sus ideas son expresadas por otros, aun en los casos de mayor
simpatía. Aplicando las reglas del conocimiento positivo, se llega rápidamente
a la conclusión de que, puesto que no hay testimonios puros, no hay
conocimiento posible, con excepción de los conocimientos más “duros” de su
realidad. Podemos saber cuántos son, en qué trabajan, quizá cuántas calorías
consumen; pero recordando a continuación que allí se encuentra en realidad una
burocracia, o profesionales de la política, o intelectuales simpáticos pero extraños.
Pero los sectores populares permanecen misteriosos, lejanos e inasibles.
Quienes asumen la perspectiva antropológica y abordan los problemas culturales
se topan con una segunda barrera: su cultura nos es, en el fondo, tan ajena
como la de una tribu polinésica. Tiene su propio mundo de valores, sus propias
reglas de pensamiento, y esto –que ni siquiera podemos analizar a través de
testimonios directos- nos es sustantivamente extraño, tal como lo plantea
Spengler para las culturas no occidentales. Juntos o separados, ambos
pensamientos suelen servir para desalentar estos estudios, aun cuando se los
reconozca importantes y valiosos.
Las dos cuestiones
planteadas suelen paralizar la discusión: es necesario enfocarlas desde otro
punto de vista. En primer lugar, volver a las nociones básicas sobre qué cosa
es una sociedad: los sectores populares y la elite, o cualquier otro tipo de
sectores que se identifiquen en ella, no existen antes o al margen de la
sociedad; son en el fondo distinciones analíticas que se realizan para estudiar
ese todo y, como tales, su análisis, es decir su estudio por separado y en sí,
tiene un límite que está dado por los supuestos acerca del todo social. No se
hace historia de los sectores populares o de la elite, sino de la sociedad,
vista desde la perspectiva de uno de sus actores.
La primera consecuencia de
esta vuelta a las nociones básicas tiene que ver con nuestra tradicional imagen
de sujetos sociales clara y pulcramente recortados, sino impermeables, sí al
menos nítidamente separados unos de otros, E. P. Thompson ha señalado, en un
notable artículo, cómo los sujetos sociales se constituyen a partir de un
conflicto social que les es previo. No se trata con esto de establecer
prelaciones, que llevarían otra vez al callejón sin salida de la “última
instancia”, sino de buscar un modo de pensar distinto del que emana de la vieja
tradición: primero están (y caractericemos a) los actores y luego veamos las
causas que llevan al conflicto. Tanto Raymond Williams como Pierre Bourdieu han
partido de un punto de vista similar al estudiar los problemas culturales:
antes que pensar en los sujetos sociales que tienen distintas culturas, y
establecer a partir de esto las relaciones, conviene partir de la existencia de
una corriente cultural común y estudiar las distintas formas de apropiación o
consumo, así como los mecanismos que la regulan. Aquí, como en el caso
anterior, primero está el campo y luego los sujetos. Pero en él, la
configuración de los sujetos es cambiante: como ha señalado Stuart Hall en
relación con el campo cultural, se trata de un campo de límites fluctuantes;
entre sus polos –el popular y el de elite, en este caso- hay todo tipo de
relaciones: imposición, aceptación, préstamo, apropiación. Lo que separa lo
popular de lo que no es no se define de una vez para siempre sino que es el
resultado concreto de una fase concreta de ese conflicto, y como tal se
desplaza, avanza o retrocede. Es fácil pensar ejemplos similares en la lucha
social o en la política[xi].
Las manifestaciones de lo popular que habitualmente puede estudiar un
historiador –un partido, una forma de vida, un movimiento social, una creación
cultural- nunca son populares en términos puros y no porque los sectores
populares, a diferencia de los de elite, tengan esa capitis diminuti de la heteronomía o la subordinación (la tienen,
pero es una diferencia de grado) sino porque esa mezcla es lo propio de todo el
proceso social y cultural: el conflicto, la coexistencia, la impureza.
La segunda consecuencia del
retorno a las nociones básicas tiene que ver con el problema del conocimiento
de los sectores populares. Sabemos mucho sobre esas elites que escriben y
piensan más o menos como nosotros (aunque bien podríamos aplicarles las mismas
dudas acerca de la mediatización de sus acciones o el recurso a voces ajenas).
Es posible que ellas nos guíen al conocimiento de los sectores populares,
puesto que en realidad éstos no son polinesios sino copartícipes de un único
mundo social y cultural. Para ello, podemos centrarnos en las acciones de
diverso tipo que esa elite desarrolla para moldear, adecuar, conducir, dominar
a los sectores populares[xii].
En primer lugar los miran, y traducen su impresión en multitud de testimonios:
los sectores populares aparecen a veces como el reducto folk y pintoresco, o como las “clases peligrosas”, o como la
barbarie, o como los extraños, o de muchas otras formas, todas prejuiciosas,
escasamente críticas, a menudo descalificadoras, que hablan mucho más de
quienes las piensan que del objeto de referencia. Pero en el proceso social,
también operan sobre éste: la “mirada del otro”, del que está enfrente, es uno
de los elementos constituyentes de la identidad social, y ese elemento puede
ser estudiado bastante bien.
Por otra parte, el modo como
esta elite organiza la sociedad constituye a los sectores populares de diversa
forma: en trabajadores, en consumidores, en votantes, en acólitos. La
adecuación de este sujeto a los papeles que debe desempeñar requiere de diversos
instrumentos, en parte coactivos y en parte educativos. El Estado enseña,
disciplina, vigila, castiga, como han enseñado desde distintas perspectivas
Althusser y Foucault. En el mismo sentido operan otros actores, como la Iglesia
y más recientemente la industria cultural y particularmente los medios masivos
de comunicación. Aunque los resultados obtenidos no son nunca exactamente los
buscados (y aquí es preciso apartarse de la visión reproduccionista de estos
autores), indudablemente estas acciones son en parte (y a veces en gran medida)
eficaces; por lo tanto, a través de ellas podemos saber muchos de quienes la
reciben y soportan[xiii].
Si pensamos que el sujeto
paciente no es exactamente igual a lo que quieren hacer de él, es porque en
primer lugar subrayamos su capacidad de resistencia y, también, porque tenemos
en cuenta lo que suele llamarse perspectiva del receptor. Todo lo que se le
dice a alguien es recibido e interpretado de un cierto modo; en términos
comunicacionales, es decodificado a partir de un cierto código del receptor, y
luego resignificado. Este código se ha formado ciertamente a partir de mensajes
y enseñanzas anteriores (también decodificadas y resignificadas) pero
igualmente a partir de las experiencias incorporadas a eso que llamamos la forma mentis del sujeto, que opera como
filtro y retícula. Es allí donde encontramos la herramienta que permite al
receptor seleccionar, aceptar parcialmente, modificar, rechazar, cambiar de
significado, ubicar en configuraciones de sentido diferentes. Es allí también
donde el otro implanta, frontal y subrepticiamente, sus propios instrumentos,
criterios, valores. Es allí donde se libra uno de los combates por la hegemonía[xiv].
La percepción de este ancho
campo de maniobra, que transforma la “tabula rasa” en un sujeto histórico
completo, es la que conduce al escepticismo acerca de la posibilidad de
entender a ese sujeto rebelde, extraño y en cierto modo mudo a fuerza de ser
ágrafo. Sin embargo, si aceptamos que podemos conocer positivamente los
“mensajes” de distinta índole que se les dirigen a estos actores rebeldes e
incógnitos, encontramos allí una segunda vía de conocimiento: todo mensaje y
toda acción incluye de alguna manera al “otro”, al destinatario de la acción,
al receptor, puesto que espera ser aceptado y reconocido por éste. Las marcas y
señales del lector, el oyente o el recipiente, incluidas en ellos, agregan
indicios para el conocimiento de ese sujeto huidizo.
En síntesis, no se trata de
sujetos sociales de identidad distinta, uno puro y otro impuro, uno cognoscible
y el otro no, sino de un único campo cuyas zonas están quizá mejor o peor
iluminadas pero que es inescindible. Y así como estudiar las zonas claras ayuda
a entender las oscura, mientras estas zonas oscuras existan las claras no serán
totalmente entendidas. Veamos ahora qué implicaciones tiene esto para una
conceptualización de los sujetos históricos, y particularmente del llamado
sujeto popular.
¿Son los sectores populares urbanos un sujeto histórico?
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Protesta (foto: P. E. Pirovano) |
Cabe entonces preguntarse
cuánto se dice cuando se habla de sectores populares, y hasta qué punto ellos
son cabalmente un sujeto histórico. En realidad se dice muy poco, casi nada, y
en este sentido las críticas al empleo de esta denominación son justas. El
término apenas sirve para delimitar un campo de estudio, para recortar un área
de la realidad, pero fuera de eso no precisa mucho más. Probablemente en esa
ambigüedad e indefinición esté su virtud, pues de manera mucho más clara que
cuando se emplean términos aparentemente más precisos, como clase obrera o
burguesía, se manifiesta la imposibilidad de definir un sujeto a priori, fuera de un proceso histórico
concreto. Frente a las definiciones más bien estadísticas de las disciplinas
sociales sistematizadoras, la historia debe encontrar un modo específico de
caracterizar los sujetos, y probablemente deba apelar para ello a un modo
diferente de razonar. Señalaremos al respecto tres cuestiones.
En primer término: ¿los
sectores populares son lo que son, lo que ellos creen ser o lo que otros creen
que son? ¿Un siervo es un campesino oprimido por los nobles o es un “labrador”
de un orden ternario integrado por defensores y oradores, como enseña la
Iglesia? ¿Un vendedor ambulante es un comerciante por cuenta propia o la parte
indiferenciada del “bajo pueblo”, como cree la “gente decente”? ¿Un trabajador
es un proletario, como piensan los socialistas, o un futuro cuentapropista,
como a menudo cree él? En todos estos casos se ve el cruce entre
caracterizaciones que nosotros, analistas, encontramos a partir de la estructura
de la sociedad, que aquéllos no alcanzan a comprender, junto con imágenes del
otro. Como ya se señaló, el sujeto histórico incluye, de alguna manera, esas
distintas dimensiones. Hay en él una base, como un mármol en bruto, sobre el
cual puede construirse un número limitado pero diverso de estatuas: tal la
dimensión de la estructura; los escultores son los grupos dirigentes. El
Estado, la Iglesia, los grupos contestatarios, actuando conjunta o
separadamente, y también el propio sujeto, que construye desde adentro su
propia imagen, de modo que la resultante es una combinación, no necesariamente
coherente, de todos esos impulsos.
En segundo término:
¿constituyen estos sectores populares un recorte preciso, homogéneo y constante
de la realidad? La anterior conclusión indica que no puede resultar eso de la
confluencia, necesariamente inestable y cambiante, de tantas fuerzas. Aquí, la
percepción del historiador se aparta sustancialmente de la de quienes creen que
es posible una caracterización precisa y unívoca, determinando los límites
exactos de este sujeto popular, , con la precisión que tiene, por ejemplo, una
caracterización censal: tales categorías ocupacionales entran en la definición
y tales otras no, y deben ser incluidas, por ejemplo, en la “clase media” (un
término tan ambiguo como sectores populares, pero que sin embargo goza de más
respetabilidad) o por otra parte en los grupos marginales o de la “mala vida”,
separados de los específicamente populares.
Quizá debería partirse de la
premisa contraria. Existen en los sectores populares –y probablemente en
cualquier sujeto histórico- fuerzas que llevan a su fragmentación: hay una
enorme diversidad ocupacional y de condiciones en cuanto a trabajadores; hay
una gran diferencia en cuanto a riqueza, prestigio o poder, a partir de las
cuales pueden establecerse capas; existen en ellos tradiciones culturales
diferentes, incluyendo en muchos casos las nacionales; hay, finalmente,
recortes ideológicos o políticos que, en ocasiones, pueden establecer diferencias
profundas. La enumeración puede extenderse más aún. Todos esos segmentos, que
cortan el conjunto de diversas maneras, coexisten conflictivamente y las
diferencias pueden llegar a determinar hasta enfrentamientos profundos (para
poner en caso extremo: huelguistas y esquiroles, o la clásica contraposición
entre proletariado y lumpen-proletariado). Más aún, podría decirse que sobre
estas diferencias, acentuándolas, suelen trabajar los mecanismos de dominación.
Pero simultáneamente existen fuerzas que impulsan a la polarización: a su
integración a partir de grandes experiencias unificadoras, que pueden
encontrarse en los mismos campos donde se hallan las de la fragmentación: una
gran fábrica, que iguala condiciones laborales, el hacinamiento en la vivienda,
la común extranjería frente a una sociedad excluyente o xenófoba, la
participación en acciones de lucha importantes, una identificación política, la
represión.
He aquí, entonces, dos
fuerzas en tensión: una que lleva a la fragmentación del universo popular en
una multitud de universos y otra que tiende a unificar el campo; que operan en
relación con fuerzas similares presentes en el otro extremo del campo social.
En ocasiones, la polarización es tan fuerte que en torno del campo popular se
aglutinan los que en otras circunstancias formarían parte de las llamadas capas
medias; en otras, la tensión disminuye y queda entre los dos polos un campo
indeciso y fluctuante; en otras, finalmente, estos sectores intermedios se
agrupan en torno del polo dominante, como las limadura de hierro en un campo
imantado, según la imagen usada por Thompson. En fin, las posibilidades son
múltiples, y sólo el análisis correcto de una situación puede revelarlas y
mostrar cómo ese sujeto, que ambiguamente hemos llamado sectores populares,
incluye y no incluye a otros grupos y capas habitualmente considerados
“dudosos” (ya se trate de pequeños comerciantes o delincuentes). Pensar las
cosas así constituye, de alguna manera, un desafío a la lógica que
habitualmente usamos. En síntesis, debemos pensar en un sujeto que, aun
teniendo un polo constante cuya caracterización nos remite a la estructura,
tiene límites y densidades variables, de cuya naturaleza no nos dice nada una
respuesta genérica, y que remite al proceso histórico y sus coyunturas.
Finalmente: ¿se puede
predicar algo constante y permanente de los sectores populares? Tenemos casi la
necesidad intelectual de encontrar una definición de este sujeto lo
suficientemente durable y permanente como para ser adecuada a una estructura de
larga duración, al modo como “clase obrera” lo es para el “capitalismo”. Pero,
por otro lado, la perspectiva historicista lleva a cuestionar la existencia de
esas permanencias absolutas y a preguntarse si los cambios constantes, los
cambiantes equilibrios, no hacen imposible esa continuidad y todo intento de
definición permanente.
Los sectores populares,
entre la fragmentación y la polarización, no son, en realidad, sino que están
siendo; es necesario encontrar la fórmula que, en la definición del sujeto,
articule la continuidad en el cambio, o la transformación en la permanencia,
problema que por otra parte es central en cualquier análisis histórico. Las
fuerzas que operan alrededor de la polarización-fragmentación son más o menos
las mismas que operan en este caso. Un cambio en la estructura de la sociedad,
o una modificación de la relación entre el sujeto popular y alguno de los
otros, lleva a una nueva configuración de ese sujeto, pero la vieja
configuración no desaparece del todo: permanece en la imagen, en las
representaciones simbólicas, operando sobre la nueva realidad. Así, los cambios
situacionales se combinan con las imágenes de los sujetos, y la tradición –lo
que han sido- se integra en el presente, operando sobre él. Hay una serie de
mecanismos sociales de conservación de esa tradición. Los tienen las familias,
las asociaciones, como los sindicatos o los partidos, y también perdura en
imágenes sociales acuñadas y perpetuadas culturalmente. Pero la tradición no es
una fuerza ciega e indeterminada que ata el pasado con el presente. en buena
medida, la tradición se construye, mediante el olvido y el recurso selectivo,
la resignificación del pasado, y hasta el invento (como por ejemplo, la
fundación mítica de un movimiento político). Hay procesos sociales específicos
de constitución o destrucción de identidades, y hay agentes sociales
especializados en ello, como los historiadores o los periodistas. El pasado
opera sobre el presente y asegura la continuidad de los sujetos históricos,
pero a partir de la elaboración que, desde el presente, se hace de él. Por otra
parte, esa tradición constituye también un campo de conflicto cultural, y en la
constitución de esa tradición, en la determinación de lo que debe ser
recordado, olvidado y recuperado, y en la valoración respectiva, operan las
mismas fuerzas que operan en el conflicto social[xv].
Tenemos, pues, unos sujetos
sociales que cambian y permanecen, son lo que son y lo que han sido. También,
en alguna medida, lo que van a ser. Los procesos de cambio comienzan
conformando situaciones sociales anunciadas pero no maduras. Hay grupos,
actitudes, ideas, que empiezan a configurarse pero que aún no han crecido lo
suficiente como para incorporarse a un sujeto histórico distinto, y actúan
dentro del existente, empujándolo en un sentido, para ser algo distinto, o
prefigurando una ruptura. Tal el caso, por ejemplo, del vasto movimiento de
disconformismo propio de la sociedad burguesa, que aún hoy desafía algunos de
los componentes de ésta, aunque no termina de conformar una alternativa. Son
grupos o fuerzas emergentes que, sin haber roto todavía con el sujeto, lo hacen
empezar a ser algo distinto de sí mismo[xvi].
Así, un sujeto social, que
es un presente, tiene metido dentro de sí el pasado y el futuro. Ninguna
definición estática puede dar cuenta de esa transitoriedad, o mejor dicho del
carácter dinámico y cambiante de su ser. Quienes han estudiado la conformación
de la nueva clase obrera en el marco de la Revolución Industrial, a partir de
distintos segmentos de los sectores populares, se han encontrado con esta
realidad: los nuevos obreros industriales son todavía una minoría en el mundo
de jornaleros, artesanos, campesinos y lo que en general se ha denominado la
“multitud”; más aún, lo que serán los rasgos propios de los obreros
industriales –actitudes, formas de vida, formas de organización- no alcanzan
todavía a diferenciarse de los propios de la vieja sociedad[xvii].
Ninguna definición de la clase obrera alcanza a dar cuenta de esa compleja
transición ni puede precisar el momento en que lo viejo ya no lo es más y lo
nuevo no lo es plenamente. Como en el caso anterior, tenemos aquí un desafío
para una lógica habituada a las definiciones categóricas, fijas y excluyentes.
Identidades
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Puesto de choripanes (foto: P. E. Pirovano) |
En suma, los sectores
populares no son un sujeto histórico, pero sí un área de la sociedad donde se
constituyen sujetos. Su existencia es el resultante de un conjunto de procesos,
objetivos y subjetivos, que confluyen en una cierta identidad, la que aparece
en el momento en que, de un modo más o menos preciso, puede hablarse de un
“nosotros”, sea cual fuera esa identificación. Estas identidades son
cristalizaciones provisionales, que dan el tono, la línea principal en una
situación, un período relativamente largo, asible, cognoscible, pero que no excluye
tonos menores, líneas alternativas, diferentes o contradictorias, remanentes o
anticipatorias. Las identidades se constituyen en el marco de un campo social,
en relación con otras, o más exactamente contra otras identidades. Empujadas
por la tendencia a la fragmentación, cada identidad es una y varias a la vez;
empujadas por lo que fueron y lo que van a ser, son iguales y distintas a sí
mismas. Por ambas razones, sus límites y sus perfiles son fluidos y cambiantes,
aunque puede identificarse con ellas un núcleo duro. Tal es la caracterización
de un sujeto histórico, que si no ofrece las seguridades esperables para un
conocimiento “duro” y positivo, al menos probablemente sirva para explicar más
cosas que lo que permiten los recortes más tradicionales.
El fluir del proceso
histórico hace provisionales a estas identidades. Pero esa provisionalidad
también tiene que ver con los problemas apuntados del conocimiento. Las
identidades, definidas provisoriamente, constituyen una herramienta heurística,
una forma de acercarse al material empírico y organizarlo, y simultáneamente
probar, combinar, evaluar hasta qué punto las líneas divergentes son eso o, más
aún, definen identidades alternativas.
Porque el problema mayor de
quien quiere simultáneamente estudiar un sujeto huidizo como los sectores
populares urbanos, y una esfera más huidiza aún, como la de la “cultura2, es
cómo transformar estas ideas generales acerca de la naturaleza de los problemas
en mecanismos operativos. Aquí es sin duda donde los trabajos sobre la cultura
popular ofrecen a menudo un flanco débil, donde más fácil es deslizarse del
estudio riguroso al ensayo. En otros trabajos hemos propuesto la existencia,
entre los sectores populares de Buenos Aires entre 1880 y 1940, de dos grandes
identidades sucesivas: una trabajadora y contestataria, fuertemente influida
por el anarquismo, y otra popular, conformista y reformista, con influencias
del socialismo. También hemos propuesto un conjunto de vías que analíticamente
pueden distinguirse al estudiar los procesos de constitución de estas
identidades. En primer lugar, el área de las experiencias sociales, es decir
ese campo en que los impulsos estructurales se convierten en circunstancias
vividas, recordadas y transmitidas, organizados en una forma mentis a partir de la cual las propias experiencias son
entendidas. Luego, el área de las relaciones con los otros actores sociales,
deseosos de un modo u otro de moldear esa identidad. Estos actores, y la
naturaleza de su acción, son diversos. Puede distinguirse entre ellos lo que es
la mirada puramente prejuiciosa del “otro”, de las elites, habitualmente
descalificadora, aunque a veces sea paternal, y que de alguna manera el sujeto
social incorpora, ya sea por la aceptación, el rechazo o la reformulación. Por
otra parte, la acción más sintética, y más pretendidamente racional y
universal, del Estado, con sus dos mecanismos (no siempre discernibles) de la
coacción y la educación, que a partir de una imagen general de la sociedad
asigna a cada uno una posición y una identidad y opera firmemente sobre las
actitudes, creencias y valores del sujeto popular, reforzando unas, combatiendo
o extirpando otras. Luego, el de las instituciones tales como la Iglesia, los
medios masivos de comunicación o, desde una perspectiva diferente, con
intereses y propósitos opuestos pero con similares mecanismos, los
intelectuales y políticos contestatarios (muchas veces llamados “de
izquierda”), cada uno de los cuales procura moldear esa forma mentis reorganizando sus contenidos, extirpando, implantando,
subrayando, atenuando[xviii].
Tales las fuerzas, los
escultores del bloque de mármol. Es preciso penetrar luego en el proceso social
en que actúan esas fuerzas, a lo largo del cual estas identidades se construyen
y reconstruyen permanentemente. Éste es precisamente el punto en que el
análisis del historiador puede superar los límites de los estudios habituales
de los productos de la cultura popular –su música, sus creencias- y sumergir a
éstos en el proceso social que los constituye. Estas identidades –y en general
todo el universo cultural- son el resultado de prácticas sociales, desarrollada
en espacios constituidos de la sociedad, en ámbitos.
Esta denominación es lo suficientemente amplia como para incluir desde un
sindicato, un comité político o una sociedad de fomento barrial hasta una
taberna o el ámbito familiar. Más o menos estructurados, a veces espontáneos, a
veces fuertemente institucionalizados, a veces durables y otras efímeros, están
regidos por algún tipo de pautas que regulan su funcionamiento. Es en estos
espacios sociales, estos ámbitos, donde es posible percibir los dos procesos
principales de constitución de las identidades.
El primero es la
transformación de la experiencia individual primaria en experiencia social
compartida, decantada, traducida simbólicamente, olvidada, recordada,
transmitida. El único lugar donde este proceso, etéreo e intangible, deja sus
huellas es en estos ámbitos sociales entre cuyas funciones se incluye, a veces,
la conservación de esa memoria colectiva (aunque sea a través de un medio tan
frío e impersonal como las actas de una sociedad de fomento).
El segundo es la imbricación
de estas experiencias individuales con los impulsos de los otros. Podemos
denominar genéricamente a éstos –usando una metáfora comunicacional- mensajes: lo son lo que dice el Estado a
través de la escuela, la Iglesia a través del cura, o la televisión. También lo
es la opinión, menos articulada pero pesante, del otro. Todo mensaje supone una
recepción, parcial, modificada, con rechazos, aceptaciones y cambios de
sentido. En esos lugares de la sociedad que hemos denominado ámbitos se reciben
estos mensajes, se los elabora, se los comenta, discute, incorpora o desecha,
del mismo modo como se elabora la experiencia. En este proceso de recepción y
elaboración ocupa un lugar singular un conjunto social que genéricamente puede
denominarse mediadores. Son quienes, por razones profesionales, de educación u
otras, participan de dos mundos: son los maestros, los militantes políticos,
los curas, los promotores culturales, en general, los “intelectuales”.
Participan de ambos mundos: traen, traducen y llevan, y dejan su huella en el
proceso de conformación cultural.
Ámbitos, mensajes,
mediadores… sería pueril suponer que un esquema tan simple agote un proceso tan
complejo. Pero ofrece una vía de acceso a él. Es posible estudiar una sociedad
de fomento o un sindicato: hay actas, periódicos, panfletos. Es posible
estudiar a algunos mediadores, pensarlos como Janos bifrontes, con uno de sus
rostros vueltos a lo popular y capaz de conducirnos a ellos. Es posible
estudiar el amplio universo de mensajes, buscando en ellos la imagen de lo
popular, y también su dimensión moldeadora. Si insistimos en ellos, es porque,
en un campo tan difícil de atrapar y tan sustancialmente inasible como el de
las identidades populares, constituyen un lugar por donde empezar a hincar el
diente y, así, soslayar las tentaciones de la duda esterilizante y el “no se
puede”.
[i] Indudablemente, esto era mucho más
cierto en la década del sesenta que hoy, cuando la crisis de muchos paradigmas
ha volcado, en ocasiones, a los científicos sociales a la perspectiva
histórica; pero creo que, en el fondo, las diferencias se mantienen. Véase José
Luis Romero, “La especificidad del objeto”, en La vida histórica, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1988, y en
general, todos los textos de ese volumen.
[ii] Entre los clásicos, E. J. Hobsbawn,
Trabajadores. Estudios de historia de la
clase obrera, Barcelona, Crítica, 1979; e. P. Thompson, La formación
histórica de la clase obrera, Barcelona, Laia, 1977; E. P. Thompson, Tradición, revuelta y conciencia de clase,
Barcelona, Crítica, 1979; G. Rudé, La
multitud en la historia, Buenos Aires, Siglo Veintiuno, 1971; G. Rudé, Protesta popular y revolución en el siglo
XVIII, Barcelona, Ariel, 1978; G. Stedman Jones, Outcast London. A
study in a relationship between calsses in Victorian society, Oxford,
Clarendon Press, 1971.
[iii] Sobre esta reconsideración de la
historia del movimiento obrero latinoamericano véase Ch. Bergquist,
“What is being done? Some recent studies of the working-class and organized
labour in Latin America”, Latin America
Research Review, vol. 16, n. 2, 1981; también el intercambio entre
Bergquist, Sofer, Erikson, Peppe y Spalding en esa misma revista, vol. 15, n.
1, 1980.
[iv] Un ejemplo de la ampliación del
interés por los conflictos sociales centrados exclusivamente en el mundo del
trabajo son los estudios sobre los llamados “movimientos sociales”, muy comunes
hoy. Néstor García Canclini ha subrayado recientemente el conflicto social
inherente a la puja por el consumo, extendiendo considerablemente la
tradicional noción de lucha de clases. Cf., entre otros textos donde hace un
planteo similar, “’¿De qué estamos hablando cuando hablamos de lo popular?”, Punto de Vista, VII, Buenos Aires, mayo
de 1984. Sobre el tema de la cultura de los sectores populares y la clase
obrera, véase por ejemplo P. Burke, Popular
culture in early modern Europe,
Londres, 1978; E. Muchembled, Culture
populaire et cultura des élites dans France moderne, París, Flammarion,
1979; J. Clarke, Ch. Chrichter and R, Jhonson, Working-class cultura. Studies in history
and theory, Birmingham, Centre of Contemporany Cultural Studies, 1979; G.
Stedman Jones, Languages of class. Studies in an English working class
history, 1932-1982, Cambridge University Press, 1983 (y particularmente el
artículo, allí incluido y traducido al castellano “Cultura y política obrera en
Londres, 1870-1900: notas sobre la reconstrucción de una clase obrera”, Teoría, 8-9, Madrid, 1981-82); R.
Hoggart, The uses of litteracy,
Londres, Penguin, 1977; R. Rosenzweig, Eigth
hours for what we will. Workwers
and leisure in a industrial city, 1870-1920, Cambridge University Press,
1983; R. Samuel and G. Stedman Jones (ed.), Culture,
ideology and politics, History Workshop Series, Londres, 1982.
[v] José Luis Romero, “Reflexiones
sobre la historia de la cultura”, en La
vida histórica.
[vi] Seguimos aquí el planteo de Raymond
Williams: Marxismo y literatura,
Barcelona, Península, 1980 y Cultura.
Sociología de la comunicación y el arte, Barcelona, Paidós, 1981.
[vii] Este planteo aparece en La formación histórica de la clase obrera,
y en Miseria de la teoría, Barcelona,
Crítica, 1981, donde polemiza con Althusser. También en “La economía moral de
la multitud en la Inglaterra del siglo XVIII”, incluido en Tradición, conciencia y revuelta de clase, cit.
[viii] P. Bourdieu, La reproducción. Elementos para una teoría del sistema de enseñanza,
Barcelona, Laia, 1973. E. J. Hobsbawn, “La conciencia de clase en la historia”,
en Marxismo e historia social,
Universidad Autónoma de Puebla, 1983.
[ix] Esto es característico del
“revisionismo”, corriente historiográfica argentina, de escasa densidad
académica pero de gran impacto en el público.
[x] Néstor García Canclini ha
caracterizado críticamente ambas concepciones en Las culturas populares en el capitalismo, México, Nueva Imagen,
1982. Igualmente, P. Burke, “El descubrimiento de la cultura popular”, en R.
Samuel (ed.), Historia popular y teoría socialista,
Barcelona, Crítica, 1981.
[xi] E. P. Thompson, “La sociedad
inglesa del siglo XVIII: ¿lucha de clases sin clases?” en Tradición, revuelta y consciencia de clase. Stuart Hall, “Notas
sobre la descontrucción de lo popular”, en R. Samuel (ed.), Historia popular y teoría socialista.
[xii] Tomo como referencia, naturalmente,
el concepto de hegemonía de Gramsci. Cf. Notas
sobre Maquiavelo, sobre política y sobre el Estado moderno, Buenos Aires,
Lautaro, 1962.
[xiii] L. Althusser, “Ideología y aparatos
ideológicos del Estado”, en La filosofía
como arma de la revolución, Cuadernos de Pasado y Presente, nº 4 (9ª
edición, México, 1979); M. Foucault, Vigilar
y castigar, Nacimiento de la prisión. México, Siglo Veintiuno, 1976. Sobre
el papel de la escuela: E. J. Hobsbawm, “Mass producing traditions: Europe,
1870-1914”, en E. J. Hobsbawm (ed.), The
invention of tradition, Londres, 1984; M. Osofud, L’ecole, l’Eglise et la Republique, 1871-1914, París, 1963; P.
Villar, “Enseñanza primaria y cultura de los sectores populares en Francia
durante la III República”, en Bergson (comp.), Niveles de cultura y grupos sociales, Madrid, Siglo Veintiuno
Editores, 1977. Sobre el papel combinado de la Iglesia y el Estado, los textos
citados de Muchembled y Burke, y R. Mandrou, Magistrats et sorcières en France au XVII siècle, París, 1968.
[xiv] Las teorías de la recepción han
sido particularmente desarrolladas, en el campo de la crítica literaria, por H.
B. Jauss y la Escuela de Constanza. Véase al respecto C. Altamirano y B. Sarlo,
Literatura/Sociedad, Buenos Aires,
Achette, 1983. Sobre los aspectos comunicacionales de la recepción, véase
Stuart Hall, “Ecoding-decoding”, en Culture,
Media, Language, Centre of Contemporary Studies, Birmingham, 1980, y O.
Landi, Crisis y lenguajes políticos, Estudios CEDES, 4, 4, Buenos Aires, 1982.
El concepto de “sentido común” y su carácter fragmentario y contradictorio ha
sido planteado por A. gramsci: véase Los
intelectuales y la organización de la cultura, Buenos Aires, Lautaro, 1960.
También: J. Nun, “Elementos para una teoría de la democracia: Gramsci y el
sentido común”, en Punto de Vista,
IX, 27, agosto de 1986.
[xv] E. J. Hobsbawm, “Tradiciones
obreras”, en Trabajadores. Estudios de la
historia de la clase obrera, y “Mass producing traditions”.
[xvi] Raymond Williams ha propuesto esta
idea de la coexistencia de elementos residuales y emergentes junto con los
dominantes. Véase Marxismo y literatura.
Un análisis de este tipo aparece en la obra historiográfica de José Luis
Romero, particularmente en Latinoamérica:
las ciudades y las ideas, Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, 1976, y
en Estudio de la mentalidad burguesa,
Buenos Aires, Alianza, 1987.
[xvii] Véanse los trabajos de Thompson,
Hobsbawm y Rudé citados en la nota 2.
[xviii] Sobre la acción de la Iglesia y el
Estado véase nota 13. Sobre la acción de la izquierda debe remitirse, en primer
término, a los textos de Lenin (Qué hacer,
Obras Escogidas, tomo I, Buenos Aires, Cartago, 1965) y Gramsci (sobre los
intelectuales, en El materialismo
histórico y la filosofía de Benedetto Croce, Buenos Aires, Lautaro, 1960).
Un estudio histórico destacable, realizado desde esa perspectiva es el de R.
Johnson: “Really usefull knowledge: radical education and working class
cultura, 1790-1848”, en Clarke y otros, Working-class
culture.