Lecturas tangenciales, el placer de hallar como horizonte de un viaje que supuso un curso principal de lecturas. En sus pequeños cauces se origina el mar: letras como dones, chispazos que auguran el ardor de la belleza, cumpliendo promesas nunca formuladas, pedazos del paraíso perdido, ráfagas de felicidad que justifican remar la arena hasta la luna.

Jorge Pablo Yakoncick

martes, 7 de junio de 2016

Adolfo Prieto, INTRODUCCIÓN



Adolfo Prieto
INTRODUCCIÓN, El discurso criollista en la formación de la Argentina moderna (1988), Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, 2006

Adolfo Prieto
Todo proyecto de levantar un mapa de lectura de la Argentina entre los años 1880 y 1910 supone necesariamente la incorporación y el reconocimiento de un nuevo tipo de lector. Surgido masivamente de las campañas de alfabetización con que el poder político buscó asegurar su estrategia de modernización, el nuevo lector tendió a delimitar un espacio de cultura específica en el que el modelo tradicional de la cultura letrada continuó jugando un papel predominante, aunque ya no exclusivo o excluyente.
La coexistencia en el mismo escenario físico y en un mismo segmento cronológico de dos espacios de cultura en posesión del mismo instrumento de simbolización –el lenguaje escrito-, debió establecer zonas de fricción y de contacto, puntos de rechazo y vías de impregnación cuya naturaleza sería importante conocer para evaluar el comportamiento global del fenómeno de producción y de lectura de la época. El relevamiento de un mapa de lectura de ese momento inaugural vendría así no sólo a corregir una pesada negligencia de la crítica, sino que contribuiría también a confirmar el principio de que una literatura debe indagarse siempre en su sistema vivo de relaciones, y en la generalidad de los textos producidos y leídos en el ámbito recortado por la indagación.
Por cierto, conocemos las circunstancias y están a nuestro alcance muchos de los datos que permitirían reconstruir, aproximadamente, la composición y los desplazamientos del nuevo público lector a partir de la década del 80. La primera circunstancia, ya anticipada, recuerda que el nuevo lector fue producto de la estrategia de modernización emprendida por el poder público, y que su conformación es parte de la conformación de la Argentina moderna, de los efectos deseados y de los efectos no deseados de su programa fundador.
Nativo, extranjero, hijo de extranjeros, todos los habitantes del país pudieron usufructuar de las ventajas y padecer, al mismo tiempo, las tremendas limitaciones de un proyecto educativo más generoso en sus enunciados que en los recursos con que podía llevarlos a cabo. Sabemos que, en sucesivas campañas de promoción escolar, la Argentina redujo, en menos de 30 años, a un 4% el porcentaje de analfabetismo; pero sabemos también, por constancias de los censos respectivos y por los alarmados testimonios de algunos responsables del programa, que esa cifra no representó nunca, ni remotamente, el número de los que habían accedido a una efectiva alfabetización.
Antonio Berni, Escuelita Rural (1956)
Alfabeto o semianalfabeto, disperso en un indefinible espectro de relaciones con instrumento recién adquirido, el nuevo lector, en todo caso, se incorporó con considerable entusiasmo al gusto y al ejercicio de su flamante capacitación. Sorprende el valor normativo que la lectura adquirió en esos años y entre los sectores que acababan de incorporarla a sus hábitos. Sorprende el modo casi mítico con que la capacidad de leer, pieza maestra del proyecto del liberalismo, fue aceptada tanto por los que buscaban asimilarse a ese proyecto como por los que abiertamente querían subvertirlo desde una perspectiva ideológica contraria.
La prensa periódica, previsiblemente, sirvió de práctica inicial a los nuevos contingentes de lectores, y la prensa periódica, previsiblemente también, creció con el ritmo con que éstos crecían. El número de títulos, la variedad de los mismos, las cantidades de ejemplares impresos acreditan para la prensa argentina de esos años la movilidad de una onda expansiva casi sin paralelo en el mundo contemporáneo, y por sus huellas materiales es posible, siquiera con una gruesa aproximación, inferir el techo de lectura real de la comunidad a la que servía.
Pero el fenómeno de crecimiento explosivo de la prensa periódica no se agota, por supuesto, en determinadas comprobaciones estadísticas, ni el hecho de lectura que sugiere incluye sólo a los contingentes promovidos por las campañas de instrucción pública. Aquí, y en todas las sociedades donde se produjo, ese fenómeno incorporó como variante propia el registro de todos los consumidores regulares de la alta cultura letrada, anteriores o coetáneos, pero no familiares con las prácticas masivas de alfabetización. La prensa periódica vino a proveer así un novedoso espacio de lectura potencialmente compartible; el enmarcamiento y, de alguna manera, la tendencia a la nivelación de los códigos expresivos con que concurrían los distintos segmentos de la articulación social.
En Europa este espacio común de lectura se consolidó a mediados del siglo XIX, luego de un proceso varias veces secular en el que los circuitos de la lectura popular y la culta habían seguido líneas de dirección si no paralelas al menos visualizadas como profundamente distantes. En el caso argentino, esa consolidación se establece de hecho, sin que el circuito de la literatura popular pudiera invocar el dominio de una fuerte y distintiva tradición propia.
Admitida la novedad del espectro de lectura provisto por la prensa periódica, debe señalarse a continuación inmediata que la cultura letrada, la cultura del grupo social y profesional, que se percibía y era percibida como instancia final de todos los procesos de comunicación, continuó reconociendo en el libro la unidad vertebradora de su universo específico. La huella física del libro facilita así la recomposición de este universo, y por el cotejo de aquellas unidades de control se arriba a la casi desconcertante conclusión de que el espacio de la cultura letrada apenas si modificó sus dimensiones en esos treinta años cruciales. Desde las punzantes citas de Navarro Viola en el Anuario Bibliográfico a las quejosas memorias de Manuel Gálvez; desde las referencias más o menos casuales de Cané, Groussac y Darío hasta los más ponderados informes de Alberto Martínez y Roberto F. Giusti, un único tema obsesiona a los observadores y testigos del circuito de la cultura letrada: la escasez de títulos provistos por los miembros de ese circuito y la limitación de su consumo.
Esta primera y fácilmente verificable reducción en el espacio de lectura provisto por la expansión de la prensa periódica no encuentra, desde luego, un expediente de reducción tan seguro en el otro espacio de cultura. Puede presumirse que una proporción considerable del nuevo público agotó la práctica de la lectura en el material preferentemente informativo ofrecido por la prensa periódica. Pero puede conjeturarse al mismo tiempo, con bastantes indicios a la mano, que otro sector numerosísimo del mismo público se convirtió en receptor de un sistema literario que en sus aspectos externos no parece sino un remedo, una versión de segundo grado del sistema literario legitimado por la cultura letrada. El libro es aquí un objeto impreso de pésima factura; la novela es folletín; el poema lírico, cancionero de circunstancias; el drama, representación circense.
Decenas de títulos con estas características y una impresionante suma de ejemplares, cuya dimensión exacta resulta imposible determinar por las condiciones anárquicas del aparato editorial improvisado a su propósito, buscaron su propio circuito material de difusión. Lo hicieron fuera de las librerías; viajaron de la mano del vendedor de diarios y revistas; se asentaron en quioscos, tabaquerías, salas de lustrar, barberías y lugares de esparcimiento.
Desde luego, una descripción de los dos espacios de lectura, por escrupulosa que fuere en sus procedimientos de compulsa, carecería de sentido si no busca completarse con el análisis de la inserción concreta del lector de uno y otro espacio en la sociedad a la que pertenecieron. La sociedad argentina, tal como fue conformándose en las décadas que empalman el siglo diecinueve con el veinte, es otra vez el punto obligado de referencia, y lo es el proyecto de modernización mencionado anteriormente, sus logros y sus distorciones, el modo compulsivo con que se quebró el marco de la sociedad tradicional y las líneas dinámicas con que fue ordenado su nueva composición.

La pieza jurídica que presidió  la convocatoria y el ingreso de extranjeros al país, la Ley de Inmigración promulgada por Avellaneda, fue la culminación vacilante de un debate en el que buscaron expresarse tanto las grandes líneas teóricas que venían directamente de la Carta Constitucional de 1853, como los intereses sectoriales que reclamaban serias adaptaciones programáticas. Sarmiento y Nicasio Oroño, voceros de la primera tendencia, favorecían así un tipo de inmigración “artificial”, esto es estimulada y dirigida expresamente a ocupar el desierto interior. Mitre y Guillermo Rawson, por su parte, propugnaban la inmigración “espontánea” que debía radicarse en Buenos Aires, por la gravitación propia de esta provincia y en su particular beneficio.
Los hechos, sin embargo, decidieron por sobre la preeminencia alternada de una u otra variante. Es sabido que la dinámica del proceso vivido por los países industriales de Europa, hacia la década del 70, alentaba y orientaba la formación de áreas dedicadas exclusivamente a la provisión de materias primas. En función del nuevo diagrama del mercado internacional del trabajo, las vastas llanuras del corazón geográfico de la Argentina adquirieron un valor potencial que no tardaría en decidir el orden y naturaleza de su posesión.
Nicolás Avellaneda
Apenas tres años después de establecida la Ley de Inmigración, el general Roca, ministro de guerra de Avellaneda, expulsó militarmente a las tribus indígenas que durante siglos habían impedido el usufructo de las mejores tierras del país y su efectivo dominio.  El enorme espacio incorporado con recursos oficiales a la actividad económica productiva pasó, sin embargo, rápidamente a manos de un reducido número de propietarios. La consolidación del latifundio sesgó así el territorio que parecía obviamente destinado a la radicación de inmigrantes y decidió, en importante medida, el destino de toda la política de población emprendida por el gobierno.
Sin acceso directo a la tierra, salvo en las experiencias desarrolladas a cierta escala en la provincia de Santa Fe y Entre Ríos, las sucesivas oleadas de extranjeros que respondían a la invitación y a la propaganda de los agentes argentinos en Europa terminaron afincándose, en abrumadora proporción, en Buenos Aires, la ciudad que los recibía en su puerto, o en algunas ciudades y pueblos del litoral.
 La concentración de inmigrantes sobre una estrecha franja territorial no fue la única imposición de los hechos sobre el proceso, también lo fue la condición y el origen de la población ingresada. Implícita y explícitamente, el modelo seguido por todos los que de una u otra manera contribuyeron a poner en marcha el programa de inmigración fue el de los Estados Unidos de Norteamérica. Y si en este modelo el inmigrante de origen sajón se proponía como uno de los ejes fundamentales de sus grandes logros, se esperaba entonces una corriente humana de la misma procedencia produjese los mismos resultados en la Argentina.
Pero sólo los empobrecidos países de la cuenca mediterránea de la Europa finisecular parecieron disponer de excedentes de población inclinada a tentar fortuna en una remota región de la América austral. Italianos, en primer término, y españoles cubrieron el 80% del total de la inmigración llegada al puerto de Buenos Aires. El resto configuraba un verdadero mosaico de nacionalidades.
Pío Collivadino, Los inmigrantes (1927)
Tampoco el activo desplazamiento de la población nativa pudo ser un hecho previsto en las grandes líneas del programa de inmigración, aunque fue un hecho derivado de la idea de modernización a que dicho programa respondía. Los nuevos modos de apropiación y de explotación de la tierra, los medios de comunicación instrumentados, los polos de irradiación económica fomentados por la importación de capitales pusieron pies a una población caracterizada hasta entonces por su franco inmovilismo. Estos desplazamientos contribuyeron decididamente a desarticular la antigua red de asentamientos rurales en beneficio de las concentraciones urbanas ya existentes o creadas como respuesta a la nueva situación, y ayudaron sin duda, por las mismas características del proceso itinerante, a diseminar las formas de la vida campesina en los ámbitos urbanos, a generalizar o a dar consistencia a ese horizonte impregnado de resonancias rurales que pareció prevalecer, hasta comienzos de presente siglo, sobre muchos de los signos de la incipiente modernización.
Para las corrientes migratorias que quedaron fijas en el interior del país, ni las modificaciones relativas al paisaje ni la de los hábitos debieron implicar la necesidad de correcciones o ajustes al nuevo contorno. Pero para el sector de población nativa que eligió dirigirse a los mismos lugares en los que se establecía de hecho la población extranjera, la experiencia significó reconocer una nueva frontera, un espacio cultural propio en el que los signos de identidad debieron entrar en conflicto o aceptar, al menos, la competencia de otros signos.
Lento al comienzo, el pasaje de la población nativa desde el interior hacia Buenos Aires alcanzaba ya, a mediados de la década del 80, suficiente volumen como para llamar la atención de algunos observadores. En el informe que el higienista Guillermo Rawson, por ejemplo, preparó en 1884 sobre las casas de inquilinato de Buenos Aires, sus precarias condiciones de salubridad y alarmante proliferación, dice de la procedencia de los forzosos inquilinos: “La ciudad de Buenos Aires aumenta su población rápidamente no sólo por el efecto de la población extranjera que en mucha parte se detiene aquí, sino por la traslación de numerosas familias y personas que de la campiña de la provincia de Buenos Aires y de todas las demás provincias ocurren a este centro buscando conveniencias de trabajo y de bienestar”. Rawson calculaba que para 1892, sobre una población probable de 600.000 habitantes, Buenos Aires albergaría a 120.000 de ellos en unas 2.192 casas de inquilinato, o “conventillos”, para ejemplar el término popular con que se los reconocía.
Antonio Berni, Marcha de los cosecheros (1953)
Los hechos confirmaron, prácticamente, las tendencias señaladas en la escala proyectiva de Rawson. Pero el desplazamiento de la población nativa hacia Buenos Aires fue probablemente mayor de lo que puede inferirse de la clase y del número de viviendas en las que preferentemente recaló durante esos años, y siguió etapas que no se corresponden necesariamente con la establecida por esa variante. En efecto, la extensión de las líneas ferroviarias a partir de los años 70, siguiendo el trazado de una red circular que expandía en ondas simétricas la periferia de la ciudad de Buenos Aires, fundó núcleos urbanos o dio segunda vida a otros, afincando pobladores de la campaña o reteniéndolos pasajeramente en su arribo final al conglomerado urbano que empezaba a afirmar el perfil del llamado Gran Buenos Aires.
Según el registro del segundo Censo Nacional en 1895, la población del país alcanzaba prácticamente los 4.000.000 de habitantes, de los cuales el 34% eran extranjeros. Para el tercer Censo, levantado en 1914, la población casi se había duplicado, con 7.885.000 habitantes, con un porcentaje elevado ahora al 43% de extranjeros. En algunos centros urbanos del Litoral, y particularmente en Buenos Aires, el número de inmigrantes, durante largos años, igualó al de la población nativa, creando así un aire de extranjería, de cosmopolitismo tan arrollador como confuso en sus manifestaciones y tendencias.

Paradójicamente, sin embargo, en ese aire de extranjería y cosmopolitismo, el tono predominante fue el de la expresión criolla o acriollada; el plasma que pareció destinado a unir a los diversos fragmentos del mosaico racial y cultural se constituyó sobre una singular imagen del campesino y de su lengua; la pantalla proyectiva en que  uno y otro de los componentes buscaba simbolizar su inserción social fue intensamente coloreada con todos los signos y la parafernalia atribuibles al estilo de vida criollo, a despecho de la circunstancia de que ese estilo perdía por entonces sus bases de sustentación específicas: el gaucho, la ganadería más o menos mostrenca, el misterio de las insondables llanuras.
Para los grupos dirigentes de la población nativa, ese criollismo pudo significar el modo de afirmación de su propia legitimidad y el modo de rechazo de la presencia inquietante del extranjero. Para los sectores populares de esa misma población nativa, desplazados de sus lugares de origen e instalados en las ciudades, ese criollismo pudo ser una expresión de nostalgia o una forma sustitutiva de rebelión contra la extrañeza y las imposiciones del escenario urbano. Y para muchos extranjeros pudo significar la forma inmediata y visible de asimilación, la credencial de ciudadanía de que podían munirse para integrarse con derechos plenos en el creciente torrente de la vida social.
Como de todos los usos sociales la literatura fue el privilegiado para acuñar y difundir el caudal expresivo del criollismo, no puede sorprender que encontremos en ella las marcas de su función y competencia en el proceso. Y si a través de esas marcas internas se intenta una segunda descripción de los dos espacios de cultura, esta segunda descripción descubrirá las líneas de conflicto, los préstamos y contaminaciones, los mensajes cruzados, los elementos paraliterarios de presión pero también de regulación y control social que no fueron visibles para la primera.
Es en el espacio de la naciente cultura popular donde los signos del criollismo se ofrecen con una abundancia que llega casi a la saturación, y donde también se advierte un empuje, una temperatura emocional, un poder de plasmación que alcanza inclusive a fijar una galería de tipos que sale del universo de papel para incorporarse a la fluencia de la vida cotidiana o a calificar, con sus términos propios, diversos gestos y actitudes de la conducta colectiva. Ni antes ni después, la literatura argentina, en cualquiera de sus niveles, logró semejante poder de plasmación.
Eduardo Gutiérrez
En el arranque mismo de la década del 80, los folletines gauchescos de Eduardo Gutiérrez establecieron el repertorio temático y las proyecciones del criollismo percibido como criollismo popular. Imitados, plagiados, trasladados al verso o al diálogo escénico vinieron pronto a engrosar, con el agregado de otros textos de parecida factura, verdaderas “Bibliotecas Criollas”, con decenas de títulos. El más notorio de los personajes de Gutiérrez, Juan Moreira (modelador de una conducta cívica que era exaltada o execrada en su nombre, proveedor de una imagen estereotípica que vino a hacerse imprescindible en los desfiles de carnaval y en la pluma de los dibujantes y caricaturistas de la época) fue la cifra, el paradigma de lo que la vertiente del criollismo popular significó como fenómeno de difusión literaria y como fenómeno de plasmación de un sujeto surgido de fuentes literarias.
En comparación con esta determinación tumultuosa el espacio de la cultura letrada aparece como replegado en sí mismo, distante, preocupado en cultivar las sucesivas variantes del naturalismo de Zola, del modernismo de Darío o en pulsar las cuerdas de un tímido folklore que gustaba llamarse “nativismo”. Es la apariencia que corresponde al efecto de comparación y a la imagen forjada por los escritores del sector. Pero todos los indicios recogidos en esta segunda descripción tienden a mostrar que en el interior del espacio de la cultura letrada la aparición y el desarrollo de la cultura popular tuvo efectos y exigió respuestas de la más variada intensidad y calibre, señalando orientaciones y produciendo finalmente textos que no pueden leerse correctamente si se los desvincula de su relación de reciprocidad con los textos producidos en el espacio de la cultura popular.
Desde mediados de la década del 80, punto en el que la difusión de los folletines de Gutiérrez volvió inocultable la existencia de esa literatura, hasta los años finales del siglo, la reacción de los miembros de la elite cultural pareció oscilar entre la fascinación y la cólera. Pero ya desde comienzos del nuevo siglo, las muestras de fascinación tienden a desaparecer y los arranques de simple irritación ceden paso la cristalización de un frente de intereses, que con el transcurso de los años es fácil reconocer como el de la formulación de un verdadero programa de política cultural destinado a contener el avance de la literatura popular de signo criollista.
La formulación de ese programa coincide, si es que no es su resultado, con la profunda alteración de las pautas de convivencia social sufridas en ese período. Las concentraciones urbanas y la incipiente industrialización reproducían por entonces en la Argentina el mismo clima de violencia que soliviantaba a Europa. Las manifestaciones callejeras, las huelgas, los enfrentamientos actuaban como dramatizaciones del mismo sujeto a lo largo de un vasto escenario internacional. Sólo que en el caso argentino muchos creyeron advertir en ese ejercicio de violencia y desorden, más allá de la revolución o de los ajustes estructurales en cuyos nombres se practicaba, el peligro de desintegración de una sociedad que estaba lejos, todavía, de afianzar sus propios mecanismos de cohesión.
La literatura, desde luego, era el sujeto menos aparente del juego de racionalizaciones desde el que se invocaba la debilidad del cuerpo social, pero el recurso de apelación a la misma indica el poder modelador, la capacidad de persuasión que le reconocieron los sostenedores de una política cultural destinada, junto con otras instrumentaciones políticas, a disciplinar ese mismo cuerpo social. El criollismo popular, particularmente en su variante moreirista, debía necesariamente concitar la condena de ese programa disciplinario, y la concitó con creces, si se considera el número y la calidad de los que participaron en el mismo, la variedad y la intensidad del esfuerzo intelectual puesto en su beneficio.
Ernesto Quesada
Es muy difícil, desde luego, medir el efecto que ese frente de reacción –claramente delimitado por Quesada en 1902 en su ensayo El “criollismo” en la literatura argentina- pudo tener sobre la evolución y el destino final de la literatura surgida junto con los primeros contingentes de lectores formados por la escuela pública. Es imposible, de hecho, si se pretende considerar el fenómeno como una línea de tensión aislada. Los textos, cualquiera sea la complejidad de los códigos que los atraviesan, hacen su propio camino en un tiempo que no tienen que repetir, necesariamente,  el tiempo de los otros fenómenos sociales. Pero en el proceso de fundación de la Argentina moderna, por la simultaneidad y la intensidad con que fueron jugadas todas las articulaciones sociales, los puntos de sincronización se ofrecen probablemente con una frecuencia mayor de lo que cabe esperar de la extensión temporal de la experiencia.
Para 1910, años de la celebración del centenario de la independencia, todos creyeron que las promesas del 80 ya se habían cumplido o estaban muy próximas a cumplirse. Aunque la población se componía con un fuerte número de extranjeros, dos generaciones de argentinos, hijos de extranjeros, cerraban ahora la brecha étnica. La acción de la escuela pública, enfáticamente nacionalista desde 1908, y el servicio militar obligatorio, establecido a partir de 1901, terminaron por dar credibilidad al mito del “crisol de razas”, echando las bases de un sentimiento de identidad lo suficientemente sólido como para evitar interpretaciones y simbolizaciones encontradas. La asimilación progresiva de vastos sectores de la población nativa a la vida de las ciudades fue también progresivamente limando los lazos de proximidad con el antiguo estilo de vida campesina y con el de sus propias fuentes de recreación, al tiempo que se lanzaba francamente a la búsqueda de las formas expresivas adecuadas a la naturaleza de la experiencia urbana. Las huelgas, los atentados, las manifestaciones callejeras que a lo largo de la primera década del siglo confundían los signos de las luchas laborales con el de los enfrentamientos de clase, aunque alcanzaron sus picos máximos de expresión en la segunda década, dispusieron también de los canales políticos de representación que contribuyeron a controlar su virulencia.
Cualquiera fuera la influencia de los factores que intervinieron en la conformación de la Argentina moderna (incluido, entre ellos, el de la literatura culta que contribuyó a la verbalización de su imagen oficial) no caben dudas de que su advenimiento cercenó las fuentes de justificación de la literatura popular criollista. Sin la producción específica de nuevos textos, el fenómeno de lectura que acompañó de esa serie literaria lograría, sin embargo, sobrevivir durante algunos años, en lentos repliegues y desplazamientos que, acaso sólo por comodidad, atribuimos a las leyes mecánicas de la inercia. Los datos que provienen de la segunda década del siglo confirman este largo ocaso, así como los huecos de información que crecen con el avance de los años 20 señalan  la definitiva extinción del fenómeno.
En la mayoría de los manuales de historia literaria escritos desde entonces, en los depósitos de las bibliotecas públicas, en las listas de textos escolares, en la celebración de los fastos, en todo lo que supone memoria y recuperación oficial del pasado, el espacio ocupado por el corpus de la primera literatura popular es prácticamente un espacio en blanco.
A mediados de los años 20, mientras desaparecían en silencio los vestigios del criollismo populista, llegaban a su ruinoso pináculo las expresiones de renovación vanguardista nacidas en el clima prometedor de la primera posguerra. Muchos de los jóvenes vanguardistas, nacidos en el filo del nuevo siglo en pleno auge de la imaginería criollista, contaban, de hecho, con una infancia impregnada por la lectura más o menos clandestina de los títulos mayores de la serie. No sorprende, en consecuencia, que en los momentos de razonar las bases de una literatura que fuera todo lo moderna que la ola de la vanguardia internacionalista suponía y todo lo nacional que la pertenencia a un territorio y a una historia específica parecían reclamar algunos de ellos, se decidieron a empalmar ambos niveles de expectativas.
Leopoldo Marechal
Jorge Luis Borges
La crítica a esos jubilosos años de aprendizaje, el modo como fueron recorridos los escenarios e invocadas las grandes figuras míticas del criollismo (los Moreira, los Santos Vega, los Hormiga Negra) han sido narrados con brillante tono paródico por Leopoldo Marechal en Adán Buenosyares, en 1948. Parodia: vale decir, superación, distanciamiento. Pero otro de los entonces jóvenes escritores que participó en aquella entusiasta etapa de discusiones y proyectos permaneció excepcionalmente fiel, sino a la materia de aquellas discusiones, sí a la materia infiltrada en los repliegues determinantes de la memoria. Varios de los poemas tardíos de Borges y tres de los relatos incluidos en El informe de Brodie, en 1970, vienen a ilustrar los términos de esa fidelidad. Están allí el espacio, la sustancia legendaria, los tópicos creados y puestos en circulación por el criollismo populista. Expelidos de su contexto histórico, desde luego, y ajustados a una nueva función:


           ¿Qué fue de tanto animoso?

           ¿Qué fue de tanto bizarro?

           A todos los tapó el tiempo,

           a todos los tapó el barro.

           Juan Muraña se olvidó

           del cadenero y del carro

           y ya no sé si Moreira

           murió en Lobos o en Navarro.

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