Adolfo Prieto
INTRODUCCIÓN, El discurso criollista en la formación de la Argentina moderna
(1988), Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, 2006
Adolfo Prieto |
Todo proyecto de
levantar un mapa de lectura de la Argentina entre los años 1880 y 1910 supone
necesariamente la incorporación y el reconocimiento de un nuevo tipo de lector.
Surgido masivamente de las campañas de alfabetización con que el poder político
buscó asegurar su estrategia de modernización, el nuevo lector tendió a
delimitar un espacio de cultura específica en el que el modelo tradicional de
la cultura letrada continuó jugando un papel predominante, aunque ya no
exclusivo o excluyente.
La coexistencia
en el mismo escenario físico y en un mismo segmento cronológico de dos espacios
de cultura en posesión del mismo instrumento de simbolización –el lenguaje
escrito-, debió establecer zonas de fricción y de contacto, puntos de rechazo y
vías de impregnación cuya naturaleza sería importante conocer para evaluar el
comportamiento global del fenómeno de producción y de lectura de la época. El
relevamiento de un mapa de lectura de ese momento inaugural vendría así no sólo
a corregir una pesada negligencia de la crítica, sino que contribuiría también
a confirmar el principio de que una literatura debe indagarse siempre en su
sistema vivo de relaciones, y en la generalidad de los textos producidos y
leídos en el ámbito recortado por la indagación.
Por cierto,
conocemos las circunstancias y están a nuestro alcance muchos de los datos que
permitirían reconstruir, aproximadamente, la composición y los desplazamientos
del nuevo público lector a partir de la década del 80. La primera
circunstancia, ya anticipada, recuerda que el nuevo lector fue producto de la
estrategia de modernización emprendida por el poder público, y que su
conformación es parte de la conformación de la Argentina moderna, de los
efectos deseados y de los efectos no deseados de su programa fundador.
Nativo,
extranjero, hijo de extranjeros, todos los habitantes del país pudieron
usufructuar de las ventajas y padecer, al mismo tiempo, las tremendas limitaciones
de un proyecto educativo más generoso en sus enunciados que en los recursos con
que podía llevarlos a cabo. Sabemos que, en sucesivas campañas de promoción
escolar, la Argentina redujo, en menos de 30 años, a un 4% el porcentaje de
analfabetismo; pero sabemos también, por constancias de los censos respectivos
y por los alarmados testimonios de algunos responsables del programa, que esa
cifra no representó nunca, ni remotamente, el número de los que habían accedido
a una efectiva alfabetización.
Antonio Berni, Escuelita Rural (1956) |
La prensa
periódica, previsiblemente, sirvió de práctica inicial a los nuevos
contingentes de lectores, y la prensa periódica, previsiblemente también,
creció con el ritmo con que éstos crecían. El número de títulos, la variedad de
los mismos, las cantidades de ejemplares impresos acreditan para la prensa
argentina de esos años la movilidad de una onda expansiva casi sin paralelo en
el mundo contemporáneo, y por sus huellas materiales es posible, siquiera con
una gruesa aproximación, inferir el techo de lectura real de la comunidad a la
que servía.
Pero el fenómeno
de crecimiento explosivo de la prensa periódica no se agota, por supuesto, en
determinadas comprobaciones estadísticas, ni el hecho de lectura que sugiere
incluye sólo a los contingentes promovidos por las campañas de instrucción
pública. Aquí, y en todas las sociedades donde se produjo, ese fenómeno
incorporó como variante propia el registro de todos los consumidores regulares
de la alta cultura letrada, anteriores o coetáneos, pero no familiares con las
prácticas masivas de alfabetización. La prensa periódica vino a proveer así un
novedoso espacio de lectura potencialmente compartible; el enmarcamiento y, de
alguna manera, la tendencia a la nivelación de los códigos expresivos con que
concurrían los distintos segmentos de la articulación social.
En Europa este
espacio común de lectura se consolidó a mediados del siglo XIX, luego de un
proceso varias veces secular en el que los circuitos de la lectura popular y la
culta habían seguido líneas de dirección si no paralelas al menos visualizadas
como profundamente distantes. En el caso argentino, esa consolidación se
establece de hecho, sin que el circuito de la literatura popular pudiera
invocar el dominio de una fuerte y distintiva tradición propia.
Admitida la
novedad del espectro de lectura provisto por la prensa periódica, debe
señalarse a continuación inmediata que la cultura letrada, la cultura del grupo
social y profesional, que se percibía y era percibida como instancia final de
todos los procesos de comunicación, continuó reconociendo en el libro la unidad
vertebradora de su universo específico. La huella física del libro facilita así
la recomposición de este universo, y por el cotejo de aquellas unidades de
control se arriba a la casi desconcertante conclusión de que el espacio de la
cultura letrada apenas si modificó sus dimensiones en esos treinta años
cruciales. Desde las punzantes citas de Navarro Viola en el Anuario Bibliográfico a las quejosas
memorias de Manuel Gálvez; desde las referencias más o menos casuales de Cané,
Groussac y Darío hasta los más ponderados informes de Alberto Martínez y
Roberto F. Giusti, un único tema obsesiona a los observadores y testigos del
circuito de la cultura letrada: la escasez de títulos provistos por los
miembros de ese circuito y la limitación de su consumo.
Esta primera y
fácilmente verificable reducción en el espacio de lectura provisto por la
expansión de la prensa periódica no encuentra, desde luego, un expediente de
reducción tan seguro en el otro espacio de cultura. Puede presumirse que una
proporción considerable del nuevo público agotó la práctica de la lectura en el
material preferentemente informativo ofrecido por la prensa periódica. Pero
puede conjeturarse al mismo tiempo, con bastantes indicios a la mano, que otro
sector numerosísimo del mismo público se convirtió en receptor de un sistema
literario que en sus aspectos externos no parece sino un remedo, una versión de
segundo grado del sistema literario legitimado por la cultura letrada. El libro
es aquí un objeto impreso de pésima factura; la novela es folletín; el poema
lírico, cancionero de circunstancias; el drama, representación circense.
Decenas de
títulos con estas características y una impresionante suma de ejemplares, cuya
dimensión exacta resulta imposible determinar por las condiciones anárquicas
del aparato editorial improvisado a su propósito, buscaron su propio circuito
material de difusión. Lo hicieron fuera de las librerías; viajaron de la mano
del vendedor de diarios y revistas; se asentaron en quioscos, tabaquerías,
salas de lustrar, barberías y lugares de esparcimiento.
Desde luego, una
descripción de los dos espacios de lectura, por escrupulosa que fuere en sus
procedimientos de compulsa, carecería de sentido si no busca completarse con el
análisis de la inserción concreta del lector de uno y otro espacio en la
sociedad a la que pertenecieron. La sociedad argentina, tal como fue
conformándose en las décadas que empalman el siglo diecinueve con el veinte, es
otra vez el punto obligado de referencia, y lo es el proyecto de modernización
mencionado anteriormente, sus logros y sus distorciones, el modo compulsivo con
que se quebró el marco de la sociedad tradicional y las líneas dinámicas con
que fue ordenado su nueva composición.
La pieza jurídica
que presidió la convocatoria y el
ingreso de extranjeros al país, la Ley de Inmigración promulgada por
Avellaneda, fue la culminación vacilante de un debate en el que buscaron
expresarse tanto las grandes líneas teóricas que venían directamente de la
Carta Constitucional de 1853, como los intereses sectoriales que reclamaban
serias adaptaciones programáticas. Sarmiento y Nicasio Oroño, voceros de la
primera tendencia, favorecían así un tipo de inmigración “artificial”, esto es
estimulada y dirigida expresamente a ocupar el desierto interior. Mitre y
Guillermo Rawson, por su parte, propugnaban la inmigración “espontánea” que
debía radicarse en Buenos Aires, por la gravitación propia de esta provincia y
en su particular beneficio.
Los hechos, sin
embargo, decidieron por sobre la preeminencia alternada de una u otra variante.
Es sabido que la dinámica del proceso vivido por los países industriales de
Europa, hacia la década del 70, alentaba y orientaba la formación de áreas
dedicadas exclusivamente a la provisión de materias primas. En función del
nuevo diagrama del mercado internacional del trabajo, las vastas llanuras del
corazón geográfico de la Argentina adquirieron un valor potencial que no
tardaría en decidir el orden y naturaleza de su posesión.
Nicolás Avellaneda |
Sin acceso
directo a la tierra, salvo en las experiencias desarrolladas a cierta escala en
la provincia de Santa Fe y Entre Ríos, las sucesivas oleadas de extranjeros que
respondían a la invitación y a la propaganda de los agentes argentinos en
Europa terminaron afincándose, en abrumadora proporción, en Buenos Aires, la
ciudad que los recibía en su puerto, o en algunas ciudades y pueblos del
litoral.
La concentración de inmigrantes sobre una
estrecha franja territorial no fue la única imposición de los hechos sobre el
proceso, también lo fue la condición y el origen de la población ingresada.
Implícita y explícitamente, el modelo seguido por todos los que de una u otra
manera contribuyeron a poner en marcha el programa de inmigración fue el de los
Estados Unidos de Norteamérica. Y si en este modelo el inmigrante de origen
sajón se proponía como uno de los ejes fundamentales de sus grandes logros, se
esperaba entonces una corriente humana de la misma procedencia produjese los
mismos resultados en la Argentina.
Pero sólo los
empobrecidos países de la cuenca mediterránea de la Europa finisecular
parecieron disponer de excedentes de población inclinada a tentar fortuna en
una remota región de la América austral. Italianos, en primer término, y
españoles cubrieron el 80% del total de la inmigración llegada al puerto de
Buenos Aires. El resto configuraba un verdadero mosaico de nacionalidades.
Pío Collivadino, Los inmigrantes (1927) |
Para las
corrientes migratorias que quedaron fijas en el interior del país, ni las
modificaciones relativas al paisaje ni la de los hábitos debieron implicar la
necesidad de correcciones o ajustes al nuevo contorno. Pero para el sector de
población nativa que eligió dirigirse a los mismos lugares en los que se
establecía de hecho la población extranjera, la experiencia significó reconocer
una nueva frontera, un espacio cultural propio en el que los signos de
identidad debieron entrar en conflicto o aceptar, al menos, la competencia de
otros signos.
Lento al
comienzo, el pasaje de la población nativa desde el interior hacia Buenos Aires
alcanzaba ya, a mediados de la década del 80, suficiente volumen como para
llamar la atención de algunos observadores. En el informe que el higienista
Guillermo Rawson, por ejemplo, preparó en 1884 sobre las casas de inquilinato
de Buenos Aires, sus precarias condiciones de salubridad y alarmante
proliferación, dice de la procedencia de los forzosos inquilinos: “La ciudad de
Buenos Aires aumenta su población rápidamente no sólo por el efecto de la
población extranjera que en mucha parte se detiene aquí, sino por la traslación
de numerosas familias y personas que de la campiña de la provincia de Buenos
Aires y de todas las demás provincias ocurren a este centro buscando
conveniencias de trabajo y de bienestar”. Rawson calculaba que para 1892, sobre
una población probable de 600.000 habitantes, Buenos Aires albergaría a 120.000
de ellos en unas 2.192 casas de inquilinato, o “conventillos”, para ejemplar el
término popular con que se los reconocía.
Antonio Berni, Marcha de los cosecheros (1953) |
Según el registro
del segundo Censo Nacional en 1895, la población del país alcanzaba prácticamente
los 4.000.000 de habitantes, de los cuales el 34% eran extranjeros. Para el
tercer Censo, levantado en 1914, la población casi se había duplicado, con
7.885.000 habitantes, con un porcentaje elevado ahora al 43% de extranjeros. En
algunos centros urbanos del Litoral, y particularmente en Buenos Aires, el
número de inmigrantes, durante largos años, igualó al de la población nativa,
creando así un aire de extranjería, de cosmopolitismo tan arrollador como
confuso en sus manifestaciones y tendencias.
Paradójicamente,
sin embargo, en ese aire de extranjería y cosmopolitismo, el tono predominante
fue el de la expresión criolla o acriollada; el plasma que pareció destinado a
unir a los diversos fragmentos del mosaico racial y cultural se constituyó
sobre una singular imagen del campesino y de su lengua; la pantalla proyectiva
en que uno y otro de los componentes
buscaba simbolizar su inserción social fue intensamente coloreada con todos los
signos y la parafernalia atribuibles al estilo de vida criollo, a despecho de
la circunstancia de que ese estilo perdía por entonces sus bases de
sustentación específicas: el gaucho, la ganadería más o menos mostrenca, el
misterio de las insondables llanuras.
Para los grupos
dirigentes de la población nativa, ese criollismo pudo significar el modo de
afirmación de su propia legitimidad y el modo de rechazo de la presencia
inquietante del extranjero. Para los sectores populares de esa misma población
nativa, desplazados de sus lugares de origen e instalados en las ciudades, ese
criollismo pudo ser una expresión de nostalgia o una forma sustitutiva de
rebelión contra la extrañeza y las imposiciones del escenario urbano. Y para
muchos extranjeros pudo significar la forma inmediata y visible de asimilación,
la credencial de ciudadanía de que podían munirse para integrarse con derechos
plenos en el creciente torrente de la vida social.
Como de todos los
usos sociales la literatura fue el privilegiado para acuñar y difundir el
caudal expresivo del criollismo, no puede sorprender que encontremos en ella
las marcas de su función y competencia en el proceso. Y si a través de esas marcas
internas se intenta una segunda descripción de los dos espacios de cultura,
esta segunda descripción descubrirá las líneas de conflicto, los préstamos y
contaminaciones, los mensajes cruzados, los elementos paraliterarios de presión
pero también de regulación y control social que no fueron visibles para la
primera.
Es en el espacio
de la naciente cultura popular donde los signos del criollismo se ofrecen con
una abundancia que llega casi a la saturación, y donde también se advierte un
empuje, una temperatura emocional, un poder de plasmación que alcanza inclusive a fijar una galería de tipos que sale del universo de papel
para incorporarse a la fluencia de la vida cotidiana o a calificar, con sus
términos propios, diversos gestos y actitudes de la conducta colectiva. Ni antes
ni después, la literatura argentina, en cualquiera de sus niveles, logró
semejante poder de plasmación.
Eduardo Gutiérrez |
En comparación
con esta determinación tumultuosa el espacio de la cultura letrada aparece como
replegado en sí mismo, distante, preocupado en cultivar las sucesivas variantes
del naturalismo de Zola, del modernismo de Darío o en pulsar las cuerdas de un
tímido folklore que gustaba llamarse “nativismo”. Es la apariencia que
corresponde al efecto de comparación y a la imagen forjada por los escritores
del sector. Pero todos los indicios recogidos en esta segunda descripción
tienden a mostrar que en el interior del espacio de la cultura letrada la
aparición y el desarrollo de la cultura popular tuvo efectos y exigió
respuestas de la más variada intensidad y calibre, señalando orientaciones y
produciendo finalmente textos que no pueden leerse correctamente si se los
desvincula de su relación de reciprocidad con los textos producidos en el espacio
de la cultura popular.
Desde mediados de
la década del 80, punto en el que la difusión de los folletines de Gutiérrez
volvió inocultable la existencia de esa literatura, hasta los años finales del
siglo, la reacción de los miembros de la elite cultural pareció oscilar entre
la fascinación y la cólera. Pero ya desde comienzos del nuevo siglo, las
muestras de fascinación tienden a desaparecer y los arranques de simple
irritación ceden paso la cristalización de un frente de intereses, que con el
transcurso de los años es fácil reconocer como el de la formulación de un
verdadero programa de política cultural destinado a contener el avance de la
literatura popular de signo criollista.
La formulación de
ese programa coincide, si es que no es su resultado, con la profunda alteración
de las pautas de convivencia social sufridas en ese período. Las concentraciones
urbanas y la incipiente industrialización reproducían por entonces en la
Argentina el mismo clima de violencia que soliviantaba a Europa. Las manifestaciones
callejeras, las huelgas, los enfrentamientos actuaban como dramatizaciones del
mismo sujeto a lo largo de un vasto escenario internacional. Sólo que en el
caso argentino muchos creyeron advertir en ese ejercicio de violencia y
desorden, más allá de la revolución o de los ajustes estructurales en cuyos
nombres se practicaba, el peligro de desintegración de una sociedad que estaba
lejos, todavía, de afianzar sus propios mecanismos de cohesión.
La literatura,
desde luego, era el sujeto menos aparente del juego de racionalizaciones desde
el que se invocaba la debilidad del cuerpo social, pero el recurso de apelación
a la misma indica el poder modelador, la capacidad de persuasión que le
reconocieron los sostenedores de una política cultural destinada, junto con otras
instrumentaciones políticas, a disciplinar ese mismo cuerpo social. El criollismo
popular, particularmente en su variante moreirista, debía necesariamente
concitar la condena de ese programa disciplinario, y la concitó con creces, si
se considera el número y la calidad de los que participaron en el mismo, la
variedad y la intensidad del esfuerzo intelectual puesto en su beneficio.
Ernesto Quesada |
Para 1910, años
de la celebración del centenario de la independencia, todos creyeron que las
promesas del 80 ya se habían cumplido o estaban muy próximas a cumplirse. Aunque
la población se componía con un fuerte número de extranjeros, dos generaciones
de argentinos, hijos de extranjeros, cerraban ahora la brecha étnica. La acción
de la escuela pública, enfáticamente nacionalista desde 1908, y el servicio
militar obligatorio, establecido a partir de 1901, terminaron por dar
credibilidad al mito del “crisol de razas”, echando las bases de un sentimiento
de identidad lo suficientemente sólido como para evitar interpretaciones y
simbolizaciones encontradas. La asimilación progresiva de vastos sectores de la
población nativa a la vida de las ciudades fue también progresivamente limando
los lazos de proximidad con el antiguo estilo de vida campesina y con el de sus
propias fuentes de recreación, al tiempo que se lanzaba francamente a la
búsqueda de las formas expresivas adecuadas a la naturaleza de la experiencia
urbana. Las huelgas, los atentados, las manifestaciones callejeras que a lo
largo de la primera década del siglo confundían los signos de las luchas
laborales con el de los enfrentamientos de clase, aunque alcanzaron sus picos
máximos de expresión en la segunda década, dispusieron también de los canales
políticos de representación que contribuyeron a controlar su virulencia.
Cualquiera fuera
la influencia de los factores que intervinieron en la conformación de la
Argentina moderna (incluido, entre ellos, el de la literatura culta que
contribuyó a la verbalización de su imagen oficial) no caben dudas de que su
advenimiento cercenó las fuentes de justificación de la literatura popular
criollista. Sin la producción específica de nuevos textos, el fenómeno de
lectura que acompañó de esa serie literaria lograría, sin embargo, sobrevivir
durante algunos años, en lentos repliegues y desplazamientos que, acaso sólo
por comodidad, atribuimos a las leyes mecánicas de la inercia. Los datos que
provienen de la segunda década del siglo confirman este largo ocaso, así como
los huecos de información que crecen con el avance de los años 20 señalan la definitiva extinción del fenómeno.
En la mayoría de
los manuales de historia literaria escritos desde entonces, en los depósitos de
las bibliotecas públicas, en las listas de textos escolares, en la celebración
de los fastos, en todo lo que supone memoria y recuperación oficial del pasado,
el espacio ocupado por el corpus de
la primera literatura popular es prácticamente un espacio en blanco.
A mediados de los
años 20, mientras desaparecían en silencio los vestigios del criollismo
populista, llegaban a su ruinoso pináculo las expresiones de renovación vanguardista
nacidas en el clima prometedor de la primera posguerra. Muchos de los jóvenes vanguardistas,
nacidos en el filo del nuevo siglo en pleno auge de la imaginería criollista,
contaban, de hecho, con una infancia impregnada por la lectura más o menos
clandestina de los títulos mayores de la serie. No sorprende, en consecuencia,
que en los momentos de razonar las bases de una literatura que fuera todo lo
moderna que la ola de la vanguardia internacionalista suponía y todo lo
nacional que la pertenencia a un territorio y a una historia específica
parecían reclamar algunos de ellos, se decidieron a empalmar ambos niveles de
expectativas.
Leopoldo Marechal |
Jorge Luis Borges |
¿Qué fue de tanto animoso?
¿Qué fue de tanto bizarro?
A todos los tapó el tiempo,
a todos los tapó el barro.
Juan Muraña se olvidó
del cadenero y del carro
y ya no sé si Moreira
murió en Lobos o en Navarro.
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