José María Ramos
Mejía
LA MULTITUD DE
LOS TIEMPOS MODERNOS, Las multitudes argentinas (1899), Ed. Biblioteca,
Rosario, 1974
José María Ramos Mejía |
Las tres multitudes descritas marcan las fases del
desenvolvimiento de la raza argentina en cada uno de los períodos que
representan. La multitud de la colonia y virreinato se organiza en las
ciudades, y es, al principio, genuinamente española. Conserva sus caracteres
hasta que por lenta y necesaria evolución se forma la que va a actuar en la
emancipación, en cuyo seno, como se sabe, se resisten a entrar las clases
superiores, que son al principio completamente antipletógenas.
La de las tiranías
o, por otro nombre, del año 20, sale
de los litorales del Río de la Plata, y es india, heterogénea, como ninguna y
completamente inculta, es casi autóctona mestiza-española en parte, y
constituida por el hombre de la naturaleza que se ha formado en la soledad y el
aislamiento de los desiertos inmensos y en los montes sin fin de las costas
dilatadas, que les permiten reproducirse por la fecundidad extraordinaria que
es la ley de su fisiología. Esta desencadénase, luego, sobre las ciudades, como
rueda el Paraná, que le dio la vida de sus aguas, el calor de su atmósfera
fecunda, y que después de haber recorrido inmensas soledades y atravesado
selvas impenetrables, abandona bruscamente la región montañosa, y cambiando de
nivel, con estrépito, entra vibrante, saltando por cataratas inmensas para
inundar como un torrente la llanura que alegre sonríe al recibirlo en su seno.
Dentro de la evolución restringida de semejante
organismo tan transitorio, Facundo representa un primer grado de rusticidad,
porque es genuina expresión de barbarie sanguínea e impulsiva de la multitud de
los campos: Artigas, más malo que bárbaro, y con fuerte aspecto tenebroso, más
que un primitivo, es un delincuente
común; Ramírez marca cierto grado de urbanización
(no diré de civilización todavía) algo más acentuado, pero no es aún el
pletógeno bicéfalo que acumula las simpatías de las chusmas de la campiña y de las ciudades: le falta el pulmón
apropiado para respirar alternativamente la atmósfera moral de ambas; todavía
se asfixia en el poblado. Rosas es casi un vertebrado, en el sentido de una
final perfección en ese transformismo mental lleno de sorpresas; era, como dije
antes, una expresión de las dos multitudes: de la multitud decrépita de la
ciudad fatigada, y de la barbarie rural, exuberante de sangre oxigenada, de
músculos espesos de troglodita, de nervios vírgenes y excitables.
Curiosa, por muchos conceptos, era tan híbrida
sociedad, que llevaba la galera y
vestía la casaca de la sastrería ciudadana, al mismo tiempo que la bota de
potro y el chiripá. Una sirena simbólica: mitad gente, mitad animal, como informan los cuentos mitológicos que
circulan alrededor del fogón. El uso de la galera,
como pintorescamente llamaban ellos al sombrero alto o de pelo, era un tributo
que el gaucho caudillo urbanizado pagaba a la ciudad, o si se quiere, el signo
de un principio de conquista operado por ésta. Ramírez se retiró de Buenos
Aires el año 1820, usándola y a doble barbijo[i].
Urquiza la cargó también, en no menos extravagantes combinaciones, y, no está
lejos la época en que veíamos cruzar las calles de Buenos Aires al simpático
general Hornos, caballero en un bayo de cabos negros, coscojeador y alertero,
vestidos con su abundante chaqueta,
de poncho pampeano de alegres colores y la gran galera echada sobre sus ojos vivarachos y pendencieros. Este
atributo exótico en la toilette
campesina, parecía otras veces la corona sui
generis de esos reyezuelos del litoral, cuando se ponían en contacto con el
pueblito o la ciudad: era sin duda
alguna un emblema, al mismo tiempo que un signo de autoridad. Todos ellos la
usaron con marcada predilección, como si algún sueño travieso de grandeza real
les hubiera cruzado por la mente, dictándoles inclinación tan risible por la
simbólica caricatura del supremo poder personal. Y por vía de ilustración
final, válgame el recuerdo de aquel viejo mariscal López (padre) que daba
audiencia detrás de una mesa, agobiado por una enorme galera, caprichosamente modificada por la indumentaria de la
sastrería guaranítica.
Gaucho con galera, chaqueta y chiripá |
Creo que en la Vida
de Alejandro, Plutarco dice que los detalles menudos sirven para dar a
conocer de qué manera se han formado y transformado los gobiernos, las leyes,
las costumbres y el carácter de un pueblo. Por eso –recordando el precepto del
maestro-, cité los anteriores, aunque parezcan pueriles.
Así y todo, esas multitudes rurales del litoral,
aparecen en nuestra historia como autores de las grandes audacias políticas. La
sublevación de Tupac-Amaru, que no es del litoral, pero que fue rural, es el
primer ejemplo con que tropieza mi pluma; y los otros, la revolución memorable
de las comarcas del sur de Buenos Aires del año 1839, que se le van a las barbas a Rosas, como hubo de írsele otro campesino
que pagó con la cabeza sus veleidades libertadoras: el coronel Zelarrayán. Y
por fin, entre muchos otros que escapan a mi recuerdo, la sublevación de los
campesinos de Entre Ríos y Corrientes, que conquistaron la victoria de Caseros.
Es que casi siempre fueron la explosión de la vida en lo que tiene de más
vigoroso y primitivo; parecían representar el estallido de la reacción muscular
y del predominio del aparato circulatorio, con arterias como caños de bronce,
en que circulaba la sangre con los ruidos y fluidos vitales que arrastra ese Paraná
del torso colosal que acabamos de mencionar. Esos bárbaros debían tener patas
colosales como los megaterios, y las manos como la garra del troglodita; traían
en la voz el relincho del bagual, en el brazo, reminiscencias de la osamenta de
un abolengo ciclópeo, y cuando reían o blasfemaban, resonaba el amplio tórax
como batido por vibraciones de una laringe acostumbrada a las interjecciones
violentas, porque poseían notas que semejaban ráfagas de huracán. No trajeron
colaboración intelectual a la civilización argentina, sino puramente física;
representaron la resurrección de la salud corporal, que da también fresco
ambiente al espíritu, fibra a la voluntad y calor al sentimiento, cuando la
civilización urbana sabe aprovecharla transformándola por sus medios conocidos.
Su función parece más bien biológica que política; engendra las tiranía, como
la sangre rica, las inflamaciones y las infecciones mortales que producen los
pioemas. Si les hubierais engendrado un gobierno federativo ideal, la
perfección constitucional misma, les hubierais robado la plata, como vulgarmente se dice; dentro de su psicología
y de su temperamento. Más que Rivadavia, Rosas les convenía necesariamente, o
el ampuloso gobierno de Rodríguez; y eran lógicos.
Ha tenido siempre el litoral una tendencia marcada
al movimiento. Informado por un espíritu lleno de curiosidad, le ha gustado
vivir la vida activa del éxodo, que da variedad a la existencia, aviva la
imaginación y nutre al espíritu con impresiones saludables. ¿Atribuirélo a
influencias marítimas? Los ríos caudalosos, la atmósfera marina, el panorama y
todas esas grandes influencias tan comentadas por los historiadores o físicos
de la escuela de Buckle, Metchnikoff y el célebre geógrafo alemán Pechel, ¿no
tendrán, en efecto, alguna influencia en la especialidad de su carácter?
Bastaría recordar las palabras de Elisée Reclus, para contestar
provisionalmente la pregunta: las felices condiciones del suelo, de clima, de
la forma y situación del continente, son las que han valido a los europeos el
honor de haberse puesto, desde muy antiguo, a la cabeza de la humanidad; con
razón, pues, insisten los historiadores geógrafos en la configuración de los
continentes y en las consecuencias que puedan resultar para el destino de los
pueblos. Y para no entrar en largas consideraciones, ni cometer un acto de
irreverente olvido, sólo saludaremos al pasar la obra monumental de Carlos
Reitter, el primer sabio europeo, que en vez de considerar a la geografía como
una ciencia de nomenclatura y enumeración, intentó, con éxito, descubrir la
correlación íntima que deben existir entre la tierra y los seres que la pueblan[ii].
Litoral |
En 1577 los criollos de Santa Fe se levantan
contra el gobernador Mendieta, luego deponen a don Juan de Garay y se apoderan
del gobierno; en 1553, las elecciones del sucesor de Garay acaban a capazos; en 1762, el municipio de la
ciudad de Corrientes se levanta para defender sus derechos, reproduciendo la
escena de 1732, en que al grito de ¡Común! ¡Común! Se había alzado a favor de
los comuneros del Paraguay[iii].
Y en muchísimos otros hechos, repetidos en breve período con cierta insistencia
ilustrativa, está demostrando que sus nervios tienen otros jugos y los animan
otros fluidos que la tranquila inervación del mediterráneo cauteloso y
tranquilo.
Este es otro tipo. Más tolerante, reposado,
reflexivo y lento en la asimilación, pero tal vez más seguro en la reproducción
sin brillo de su pensamiento, tiene, sin embargo, mayor receptividad para las
idolatrías personales, lo que revela el predominio de la superstición. Porque
los altares han sido en su tierra siempre más seguros que en el litoral;
erigido un ídolo, difícilmente de le baja, y aunque desteñido y antiestético,
sigue la adoración mecánica del feligrés, más por temor a la innovación que por
verdadero entusiasmo. Son algo así como un remedo indígena de aquel antiguo
inglés de principios de siglo, que respetaba toda institución establecida
porque era vieja, y desconfiaba de toda innovación, porque era nueva. Hay
cierta peculiaridad en esa resistencia de noble arribeño a los rápidos cambios. La teoría de la santidad de la
tradición, formulada por Burke en 1790, y convertida en dogma del clero
anglicano y de las universidades, es en él una preocupación. Vestales
empecinadas en la patria vieja
sienten terror supersticioso cuando se quieren modificar hábitos tradicionales
e inveterados. Y la verdad es, que cuando esta ciudad multicolor y cosmopolita
en demasía, uno, se traslada a la tranquila ciudad del interior, siente el alma
que levanta sus alas suavemente acariciada por el recuerdo de la vieja cepa;
percibe algo que semeja la fresca brisa de la infancia cantando en la memoria
multitud de recuerdos amables. Sí: aquella casa vieja, aquella familia sencilla
y distinguidísima, en medio de su patriarcal bonhomía, es la nuestra; el
corazón la adivina, porque se rejuvenece en el perfumado contacto con la arboleda,
y en la ráfaga perezosa en que el genio benevolente del viejo hogar envía su
saludo al hijo pródigo que vuelve…
Percíbense en la historia argentina como dos
fuerzas e influencias poderosas que partiendo del litoral y del interior, con
cierta unidad de dirección en la corriente, afluyen no de ahora, sino de mucho
tiempo atrás,
hacia este inmenso centro de la Capital fenicia y heterogénea
todavía, pero futuro crisol donde se funde el bronce, tal vez con demasiada
precipitación, de la gran estatua del porvenir: la raza nueva. Por esto, aunque
lentamente, va resultando cierta unidad de sentimiento político entre la
metrópoli y el resto de la República; y precisamente por eso la multitud que se
forme aquí tendrá más tarde su tinte nacional, porque necesariamente la
circulación general concurre a este centro de oxigenación a refrescar la sangre
que ha de enviar después hasta el más humilde capilar de la Nación. La sangre
venosa de los empréstitos, de las exigencias de la miseria y de las
pretensiones políticas o de los dolores locales, afluyen al gran pulmón para
convertirse en el glóbulo rojo de la dádiva, de la ayuda moral o de la promesa
balsámica (cuando no tóxica de alguna candidatura, que de todo hay en la viña
del Señor) y que el gran corazón distribuye.
Interior |
La conocida comparación de la capital con el
cerebro, es vulgar por lo mismo que es tan exacta. Todas las sensaciones e
impresiones vienen a ella por el conducto de sus nervios afluentes conocidos.
Va a ser éste el centro cinestésico de todo el ser político, de todo el
conjunto de sus funciones vitales, la vaga conciencia de todo l’insieme como diría Sergi. Centro de
intelectualización de las oscuras impresiones de cada punto, y órgano de
reflexión que devuelve, transformados en movimiento, luz, ideas y voliciones,
las sensaciones que por el correo, el telégrafo y la prensa, especie de
encrucijada de la cápsula interna, se
distribuye a todo el territorio.
Así es que no va descaminado el que para estudiar
la multitud argentina moderna tome más tarde como tipo representativo genuino a
la que se forme en la capital en ciertas circunstancias.
Cuando estudiaba el admirable procedimiento
adoptado por la naturaleza para ir lentamente desenvolviendo los tipos
orgánicos, desde nuestro modesto abolengo siluriano, el pez primitivo, hasta el
hombre, me parecía, no sin motivo, que en la formación de esta sociedad algo
análogo debía producirse. Que al llegar a cierto período de desarrollo, ese
embrión primero, el inmigrante, debía haber revestido en el orden social algo así
como la estructura anatómica de los peces, más tarde la de los anfibios y por
fin la de un mamífero, quiero decir que habría seguido en el orden de su
perfeccionamiento intelectual y moral un transformismo semejante. La verdad es
que la asimilación era seductora, porque facilitaba al espíritu un
procedimiento de averiguación cómodo y sugestivo y porque, en efecto, parecía
encontrarse en lo que llamaríamos con propiedad la filogenia de nuestra
sociedad, tipos que, con un poco de buena voluntad, podían asimilársele por vía
de ilustrativa aunque remota comparación.
Cualquier craneota
inmediato es más inteligente que el inmigrante recién desembarcado en nuestra
playa. Es algo amorfo, yo diría celular,
en el sentido de su completo alejamiento de todo lo que es mediano progreso en
la organización mental. Es un cerebro lento, como el del buey a cuyo lado ha
vivido; miope en la agudeza psíquica, es torpe y obtuso oído en todo lo que se
refiere a la espontánea y fácil adquisición de imágenes por la vía del gran sentido
cerebral. ¡Qué obscuridad de percepción, qué torpeza para transmitir la más
elemental sensación a través de esa piel que recuerda a la del paquidermo en
sus dificultades de conductor fisiológico!
Recuerdo que, años ha, con motivo de una epidemia
en el “Asilo de Inmigrantes” y so pretexto de comprobar misteriosos estados de inmunidad en los sanos y recién llegados,
hice algunas experiencia de psicología, que aunque no del todo comprobatorias,
como es consiguiente, me permitieron fundar deducciones aproximadas, dándome
resultados curiosos y reveladores en ese sentido.
Todos estos métodos, fáciles y de argumentación
poco complicada, permiten al más profano interrogar por medios materiales y con
éxito relatico esa esfinge destronada
de la impenetrabilidad del espíritu. El método sencillo de las más pequeñas diferencias perceptibles o de los casos verdaderos o falsos, como cualquier otro procedimiento de
investigación, facilitan tan interesante operación. Ordinariamente, y
cualquiera de estas sencillas impresiones conscientes, provocan una reacción
por parte del sujeto, reacción no sólo motora, sino también intelectual; la
atención se fija sobre la sensación, el juicio interviene para clasificarla o
definir sus caracteres y un estado emocional acompaña el conjunto. Así es, como
concurre casi todo el espíritu, en la sencilla producción de una sensación
elemental.
Crepuscular, pues, y larval en cierto sentido, es
el estado de adelanto psíquico de ese campesino, en parte, el vigoroso
protoplasma de la raza humana, cuando apenas pisa nuestra tierra. Forzosamente
tiene uno que convencerse de que el pesado palurdo no siente como nosotros. Como he dicho antes, su mecanismo psicológico
es lento e intermitente como la rueda de la hilandera primitiva o el arado
grosero del agricultor de la media edad; esa sensibilidad moral, receptáculo y
fábrica de los sentimientos e ideas morales del hombre culto y definitivo es
todavía un vago remedo de lo que será después. Pero el medio opera maravillas en la plástica mansedumbre de su cerebro
casi virgen. La luz de este cielo despierta la dormida actividad de las
imágenes visuales; el ruido primero y el sonido después, el color variado, las
formas multiplicadas de las cosas, y esa secreta inclinación y competencia
elemental de la raza por el arte, no es un sentido grandioso, sino por algunas
de sus más humildes manifestaciones (aunque no por eso menos útiles) que se
traducen en las artes manuales y domésticas que dan de comer y facilitan la
vida, concurren a ese fin. Despiértalo la locomotora pujante que resoplando
arrastra la prolongada cola de sus anillos de vagones interminable, atragantados
por el producto de la cosecha generosa, despiértalo el ruido de las calles, el
bullicio de las industrias, los gritos alegres de los niños que brotan en los patios de los conventillos
como el maíz en la tierra lujuriosa; finalmente, la inmensa llanura, aquella
nuestra sin igual llanura, sin sombras, como sus melancólicos y remotos
horizontes, cubierta de trigales y de verdes maizales, como no se los imaginó,
ni en sueños de delirante grandeza ese patán,
tan fecundo bajo este sol, dentro de este aire, sobre el inmenso río patrio,
mansamente rugiente en su largo trayecto.
Su mente soñolienta se siente animada por la
vibración de la vida, obligada a dilatarse como el acero de buena ley; del rudo
trozo de mineral surge, como por obra de sortilegio, la lámina bruñida y
radiante del hombre regenerado por el trabajo en toda su más noble amplitud.
Entonces esa mentalidad, que ha vegetado en la obscura invernación de la
miseria, se precipita en el vértigo, ora saludable, ora nocivo de esta vida
febril, en que va desenvolviéndose la gran
nación. ¿Por qué el color le hiere más intensa y agradablemente la retina?
¿Por qué ese oído torpe y apenas perceptor indiferente del vago rumor de la
montaña, distingue ahora el sonido y comienza a procurarse la emoción de la música
siquiera humilde que en la tibia tarde del estío puebla el aire de la naciente
colonia? ¿Por qué, en fin, en esa alma que ha callado hasta la edad adulta, al
contacto de este aire y de este cielo, sienten que hacen en ella irrupción
extrañas emociones y sentimientos que la echan en las iniciativas audaces y le
infunden savia más fogosa? Es que el cerebro ha sido tomado por las manos de
este genio de los aires, de las aguas y de los lugares a que Hipócrates aludía en su genial visión,
obligándolo a aceptar las modificaciones que generaciones venideras
aprovecharán en plenitud mayor.
Me asombra la dócil plasticidad de ese italiano
inmigrante. Llega amorfo y protoplasmático a estas playas y acepta con
profética mansedumbre todas las formas que le imprime la necesidad y la
legítima ambición. El es todo en la vida de las ciudades y de las campañas,
desde músico ambulante hasta clérigo; con la misma mano con que echa una
bendición, usando de la cómica solemnidad del que los hace como oficio y no por
vocación, mueve la manivela del organillo o arrastra el carrito de la verdura;
nos ofrece paraguas baratos
cuando chispea, hace bailar al mono hábil en el
trípode y abre la tierra que ha conquistado con su tesón y fecundado con su
trabajo. Como son tantos, todo lo inundan: los teatros de segundo y tercer
orden, los paseos que son gratis, las iglesias porque son devotos y mansamente
creyentes, las calles, las plazas, los asilos, los hospitales, los circos y los
mercados; todos los oficios y profesiones, siempre que sus actitudes un poco
zurdas y elementales se lo permitan; ellos son cocheros, después de un
aprendizaje doloroso de chichones y espolonazos violentos contra los otros
coches, de contravenciones y multas, que le aguzan el ingenio; ellos son cuarteadores de los tranvías en
actitudes pintorescas y extravagantes manejos de riendas; ellos son mayorales y
conductores y hasta los picantes dicharachos de la compadrería urbana y
callejera suelen brotar de sus labios con cierta gracia y exótica para aquel
cerebro todavía burdo y acuoso; ellos son, en suma, todo lo que dé medios de
vida y prometa un porvenir, remoto si queréis, pero seguro.
Arribo de inmigrantes |
Con deciros que de ciertos trabajos hasta al gaucho han desalojado. Cuando salís un
poco afuera, un tipo extraño de burlesco centauro os hiere la vista: sobre un
peludo y mal atusado corcel, mosqueador y de trabado galope, se zarandea una
figura nerviosa que agita sus piernas al compás desarticulante de la jaca
maltrecha por el cansancio. Al pasar por la pulpería le silban y vilipendian;
su figura antiestética despierta la hilaridad, pero él sigue su destino: no
acepta la copa, ni la mañana, ni la chiquita, ni el coperío,
ni la gárgara. Va a su propósito:
cobra sus capones vendidos, arregla la conducción de una tropa, la verificación
de una esquila, la compostura de una olla, el préstamo del organillo, o el
blanqueo de una casa, y torna luego al puesto
o a la estancia, que poco tarda en tenerla, para acondicionar un lugar seguro
la guardañanza, suculento producto de
su incesante trabajo y de su fregoliforme
multiplicidad de aptitudes humildes, pero proficuas. Porque, en efecto, ese
desagradable de Frégoli no es sino un símbolo vivo del inmigrante italiano. Con
el traje vasco o de matrero, con bota de potro, risueñamente apareada al jaquet, de alpargata o botín de elástico
y chiripá, en la frontera o en el suburbio, en la colonia o en la lejana
estancia, donde la lucha contra la naturaleza indiferente es incesante, él,
manso siempre, alegre, pero discreto, tolerante y docilísimo a las
circunstancias ambientes, va conquistando el suelo y asimilando, sin
repugnancia, lo que le brinda la tierra y las razas que lo circundan. Así, le
veis en ocasiones, marido fiel y constante de una paisana, amante de una negra
o rendido amador de una china suculenta o de alguna solterona centenaria, cuyo capitalito, sin movimiento, él fecunda
hasta proporciones inusitadas con la honrada alquimia de su trabajo, lleno de
sorpresas y transformaciones.
Hasta en esa bizarra inocencia con que acomete en
carnaval los disfraces más extraños del indio,
duque, gaucho o guerrero, hay
algo de simpático o de valeroso, que revela ímpetu de sangre nueva; cierto
bonachón escepticismo que desprecia el grueso ridículo callejero provocado con
desparpajo y pueril valentía. Le veis cruzar la calle cuajada de gente bien
dispuesta al titeo y a los manotones,
asentando con aplomo terrible su pata alpargatada de paquidermo, y al compás de
su arromadizado acordeón, recorre entero el municipio, sin claudicar un momento
en su sinceramiento alegre peregrinación de tres días con sus noches. Se
divierte como un niño, porque lo es; aunque adulto por los años, su espíritu
sólo ha comenzado a vivir cuando sus alas en despliegues sonoros de pájaros que
recibe la fresca bendición del agua de lluvia en una tarde estival, ha sentido
la influencia fogosa y estimulante de esta luz y de este cielo fuertemente
perfumado por la libertad y el trabajo. ¡Y cómo contagia su alegría con
pantagruélica ese gringo que goza de la vida! ¡Cómo absorbe su caldo en la hora
de la cena, en grandes sorbos ruidosos y aperitivos, sin dejar restos ni
residuos vergonzantes en la olla humeante y llena de la salud que le da la
noble pobreza! ¡Qué bueno y qué sencillo me parece ese paise trajinante, antes de dejar la larva del inmigrante para
convertirse en el burgués aureus, insoportable y voraz!
El niño concebido en esa plena efervescencia del
sistema nervioso, recibe una herencia de aptitudes mayor a que si los padres
hubieran permanecido en la inercia de su primer estado. Por las causas enumeradas, el inmigrante
transformado no piensa ni siente con su instrumento importado, que era
deficiente, sino con el fundido en el patrón que el medio le ha impuesto; de
manera que las influencias hereditarias transmitidas, tienen que ser, en un
treinta y cinco por ciento, indígenas, argentinas.
En esta lucha en que se forma la moderna sociedad
argentina, el capital de las adquisiciones hereditarias que trae aquél es
necesariamente modificado por selección. El proceso de desarrollo, tal cual ha
sido legado por los ascendientes, o, por otro nombre, la herencia
palingenética, como quiere Lang que se le llame, es sensiblemente modificada en
su plasticidad misma por la lucha por la existencia. Para Vandervelde y Massart
es éste un factor importante que somete el sentido de los estados sucesivos del
desarrollo de una especie a modificaciones de diversos órdenes; de modo que
bien pronto deja de representar fielmente en su curso el desarrollo de sus
ascendientes.
En nuestro país, en plena actividad formativa, la
primera generación del inmigrante, la más genuina hija de su medio, comienza a
ser, aunque con cierta vaguedad, la depositaria del sentimiento futuro de la
nacionalidad, en su concepción moderna, naturalmente.
Si le observáis en sus actos más nimios y en las
cosas en que ese sentimiento se manifiesta en alguna forma, siquiera pueril,
veréis cómo empieza a esbozarse esa que va a ser la pasión del porvenir, sobre
todo, en lo que tiene la patria de
culto externo y sensorial. El pilluelo, hijo a medias argentinizado por el ambiente y la herencia, es el vector de este
cariño en su nacer. También el padre sólo ha sentido aquí las nuevas
orientaciones de ese sentimiento: la agricultura próspera, nuestro suelo dócil
y generoso, le han dicho muchas cosas al oído, como si el olor de la tierra
húmeda, ya próxima a la fecundación, despertara en los sentidos del campesino
las emociones todavía vagas del primer amor a la patria.
Niños inmigrantes |
Ese primer producto de la inmigración, el argentino del futuro, vive más en la calle que en
ninguna otra ciudad del mundo donde generalmente la infancia está disciplinada.
Niño, apenas destetado, no sale de la puerta y de la acera, cuya propiedad
disputa al transeúnte, y cuando ya puede manejarse solo, la plaza y la puerta
de los espectáculos y de las colmadas escuelas del Estado en la errante
deambulación de su alegre vagancia. Es el sistema nervioso que al día recibe y
asimila mayor número de impresiones, el que más pronto y más intensamente
experimenta la repercusión del menor incidente público. Por consecuencia, su
cerebro es más fustigado, más estimulado, y como el cerebro del niño no recibe
sino lo que puede, lo que aleja los
peligros del un poco exagerado surmenage escolar, es más precoz su desarrollo
que el de los niños del hogar acomodado, que el del niño bien, como en la jerga de la sociedad se dice. Eso explica,
probablemente, su superioridad en todos los ejercicios de la escuela y la
facilidad con que el observador ve desenvolverse lentamente el sentimiento de
la patria, que en la futura
generación será más completo.
Sistemáticamente y con obligada insistencia se les
habla de la patria, de la bandera, de las glorias nacionales y de los episodios
heroicos de la historia; oyen el himno y lo cantan y lo recitan con ceño y
ardores de cómica epopeya, lo comentan a su modo con hechicera ingenuidad, y en
su verba accionada demuestra cómo es de propicia la edad para echar la semilla
de tan noble sentimiento. Yo siempre he adorado las hordas abigarradas de niños
pobres, que salen a sus horas de las escuelas públicas en alegre y copioso
chorro, como el agua por la boca del caño abierto de improviso, inundando la
calzada y poblando el barrio con su vocerío encantador. Esas aves errantes, de
tan descuidado plumaje y de un exotismo gracioso de nombres y apellidos, salen
de su nido desconocido, sin duda, pero con la misteriosa rodostetia rosea que encontraba Nansen en su camino, suelen volar
alto y resistir con más éxito la cruda temperatura que las rodea.
La primera generación es, a menudo, deforme y poco
bella hasta cierta edad; parece el producto de un molde grosero, los primeros
vaciamientos de la fundición de un metal noble, pero todavía lleno de
engrosamientos y aristas que el pulimiento posterior va a corregir. Hay un
tanto por ciento de narices chatas, orejas grandes y labios gruesos; su
morfología no ha sido modificada aún por el cincel de la cultura. En la
segunda, ya se ven las correcciones que empieza a imprimir la vida civilizada y
más culta que la que traía el labriego inmigrante. El cambio de nutrición, la
influencia del aire y de la relativa quietud del ánimo por la consecución fácil
del alimento y de las supremas necesidades de la vida, operan su influjo
trascendental.
El régimen alimenticio puede tener una
determinación efectiva, tal vez tanto o más que los otros agentes
modificadores. Partidarios “y adversarios absolutos de la transmisibilidad de
las cualidades adquiridas, están de acuerdo en admitir que el estado general de
propiedad o de miseria fisiológica puede tener una repercusión más o menos
extendida sobre la posteridad”. El mismo Weismann admite que las células
sexuales mejor nutridas en un individuo o inversamente debilitadas por la
miseria fisiológica o la enfermedad, suministran a sus descendientes en
keiplasma y células somáticas más vigorosas y debilitadas[iv].
El sistema nervioso tranquilo y menos forzado atiende al desarrollo de las
formas, con más arte diré así; parece como si pusiera mayor cuidado en su
misión morfológica, quizá porque una sangre mejor servida, facilitará la
resurrección de tan fundamental función de la vida.
Hay que observar a los niños de los últimos
grados, para ver cómo de generación en generación, se va modificando el tipo de
inmigrante hecho gente. Podríamos
decir, en presencia de cualesquiera de los numerosos cursos primarios, cuál
pertenece a las primeras, cuál a las segundas; cuál de ellos procede de padres
cultos y nobles abolengos ya afinados por el buen vivir o por las aptitudes de
constante corrección que han disciplinado el físico; quiénes han recibido la
sugestión constante, la serena y fácil práctica del deber moral de un padre
impecable, o el buen ejemplo, la constante audición de una voz materna, llena
de la unción musical que procede del órgano que no se ha engrosado por el uso
de la blasfemia o del grito montaraz, contra el buey perdido, la olla derramada
o el cerote mal gastado; todo eso que ha sido lentamente llenando poco a poco
el alma con el voluptuoso perfume de ideales y ambiciones chères au coeur, que mon espirit rèvait, y que se refugian, con
cierto pudor varonil, en la modesta penumbra del hogar de abolengo como emblema
perenne y claro ideal de la vida libre de la obsesión brutal de la fortuna a toda costa.
Del inmigrante así imperfectamente modificado,
surgen, como por epigénesis social, todos esos productos de evolución con que
nos codeamos diariamente y que forman una estructura peculiar completa.
En el mundo social, y volveremos a la primitiva
comparación tan sugestiva, sucede lo que con el resto de la naturaleza, cuya
armonía quiere que la fauna completa de una región encierre además de los
grandes cuadrúpedos, seres de una talla o de fuerza menor.
Al lado de los leones y de los elefantes existen
animales más pequeños que viven de sus restos y que han recibido, en
compensación de su debilidad, facultades por medio de las cuales llegan hasta
donde no alcanzan los grandes mamíferos. Son miembros de la pequeña fauna, que ha descrito con su
admirable comprensión de estilo, el autor de Les enchaînements du monde animal, y que tienen sus congéneres en
el mundo moral.
En la paleontología social, el guarango representaría uno de esos
vertebrados que en épocas remotas buscaran con curiosidad los sociologistas del
porvenir, para establecer el encadenamiento de los tipos sucesivos de nuestra
evolución. Es un invertido del arte, y se parece a los invertidos del instinto
sexual que revelan su potencia dudosa por una manifestación atrabiliaria de los
apetitos. Necesita de ese color vivísimo, de esa música chillona, como el
erotómano del olor intenso de la carne; quiere las combinaciones bizarras y sin
gusto de las cosas, como éste de las actitudes torcidas y de los procedimientos
escabrosos, para satisfacer especiales idiosincrasias de su sensibilidad.
En música, tiene los atavismos del organillo que
manejaron sus padres en la miseria; y en lo que a la pintura se refiere, posee
en la retina los colores chillones de la oleografía con que ellos fueron
sorprendidos en sus primeros contactos con la pinturería del suburbio o de la
aldea fronteriza. Ese cerebro anheloso, pero todavía estrecho, trae a la vida
social la impregnación viva de todas las sensaciones visuales, auditivas y
morales que sus ascendientes almacenaron durante la gestación, entre los
rumores del maizal verde obscuro excesivo, los olores violentos de la parva
fermentada y la rumiación nocturna de sus proyectos tiránicos de ahorro,
parecidos a escaseces y pasados de
miseria. Todo eso mezclado en revueltas combinaciones , lo veréis luego
aparecer, en su ropa barroca, en la indumentaria del hogar, con excesos de mercería, en sus gustos literarios, en
sus fiestas inocentes, en su rúbrica copiosa, en la perfumería sui géneris y, finalmente, hasta en su
entierro, lleno de cosquillas comprometedoras por el característico exceso de
morenos enlutados, de lúgubres tapicerías, sombreros y caballos negros
lujuriantes, que retozando con gran solemnidad, van por el camino metiéndose
con toda la equina animalería cuyo sexo ofrezca dudas.
Lo que en materia de gusto y de arte se le ocurre
a un guarango, sólo un invertido
puede pensarlo. Verdad es que este último es un enfermo, y el primero un
primitivo, un inocente exhibicionista; tal vez un atrofiado del sentido
cromático de la visión y del sonido, lo que da por resultado ese indigente del
buen gusto y de la oportunidad de todas las cosas de la vida. El guarango, es,
pues, un status en la geología
especial de nuestra sociedad.
Ha recibido las bendiciones de la instrucción en la forma habitual de
inyecciones universitarias; pero es un mendicante de la cultura; su corteza aún demasiado áspera por su proximidad al
patán, su abolengo
inmediato, resiste al verinissage
que debe hacer el hogar de tradición, y a falta de él, la cultura
universitaria, cuando no es simplemente profesional y utilitaria como la
nuestra. Por eso, aun cuando le veáis médico, abogado, ingeniero o periodista,
le sentiréis a la legua ese olorcillo picante al establo y al Asilo del
guarango cuadrado, de los pies a la cabeza. Le veréis insinuarse en la mejor
sociedad, ser socio de los mejores centros, miembro de asociaciones selectas y
resistir como un héroe el cepillo; le veréis hacer esfuerzos para reformarse y
se reformará, a veces; pero cuando menos lo esperéis, saltará inesperadamente
la recalcitrante estructura que necesita un par de generaciones para dejar la
larva que va adherida a la primera.
Pequeños inmigrantes en la escuela |
Por necesidades de sensibilidad, aunque algunos
con cierta pudorosa discreción, parecen amar en secreto el cómico lirismo de Flor de un día, que es el canon de sus gustos literarios; llorar
la emoción de Lola y la desgracia del interesante don Diego. Viven, aún, en ese
período de desarrollo mental en que se admira de buena fe al catalán Serrallonga y se ama al clavel
disciplinado y el floripondio ampuloso que hasta hace treinta años llenaba con
su olor amable y penetrante la atmósfera de nuestros patios enladrillados. El suicidio
por amor, bellísimo ejemplo de regresión social hacia la época wertheriana del paquete romancesco, ¿dónde lo
encontraréis sino en esa inocente pareja de guaranguitos,
en quienes la inervación emotiva desencajada de su justo equilibrio, ha perdido
el gobierno del pensamiento? Esa autoquiria anacrónica es una dolorosa
demostración de la influencia que aún conserva sobre su corazón primitivo la
emocionante lectura de Oscar y Amanda,
Amar o morir y Pablo y Virginia. Tan es un tipo de transición social que el
guarango desaparece a la tercera
generación para dar lugar a otro tipo.
El canalla es
el guarango que ha trepado por la escalera del buen vestir o del dinero, pero
con el alma todavía llena de atavismos, en quien, podríamos decirlo abusando de
la anatomía sui géneris de los legos,
el hígado, por anomalías de la misma especie, derrama sus venenos sobre el
corazón en vez de arrojarlos al intestino. A través de la larga domesticación
que en él ha experimentado la bestia, hay algo que escapa a la acción del
tiempo y de la instrucción, algo que queda permanentemente en su alma, como
persiste el luna en la piel, a pesar de la renovación constante de su epitelio;
algo que imitando la rudeza de la clasificación heckeriana yo llamaría el apéndice de la canallería. Como esos
órganos que al estado rudimentario persisten en el organismo del hombre,
recordándole su pasado zoológico, como la misteriosa glándula pineal que
recuerda el tercer ojo del batracio remoto, o como el apéndice caudal, que
atrofiado y vergonzante aún se ve en la columna vertebral humana, rememorándole
su abolengo simiesco bochornoso, así persisten en ciertos hombres hábitos y
procederes morales que revelan inmediatamente el alma canallesca que les ha
dado el ser. Raspad ese barniz con que dolorosamente ha cubierto la
benevolencia social las grietas de esa ánima
maculata y vais a ver cómo se dibuja inmediatamente el apéndice consabido,
invalidando la amnistía que le ha conferido el sastre y la impunidad de algún
diploma pomposo.
El huaso
es un guarango de especie más grotesca; piel moral de paquidermo, que araña con
su áspero roce, y del cual, por obra del medio,
sale el compadre, que es un huaso espiritual morigerado por el contacto urbano
y constante sujeción al trabajo callejero, que lo pone en contacto diario con
todas las clases.
Hay otra variedad del guarango que difiere de
aquel por el menor exhibicionismo de su vida y de sus gustos, tipo esencial y
excesivamente conservador, de cierta modestia previsora porque procede de la
avaricia y del terror al descubrimiento de la fortuna amasada a costa de su
salud tal vez. Representa, entre nosotros, el burgués de otras partes, el
improvisado millonario nacido del sortilegio de la lotería y surgido del
sembradío inmenso de la colonia o del humeante montón de la tierra fecundada
por su noble trabajo. Pero una vez que ha tomado su colocación, no tiene más
programa de vida que guardar su dinero, defenderlo de la caridad y del
patriotismo que alguna vez golpea a sus puertas, oprimirlo contra su pecho para
que no abulte, , regarlo con la leche de la retroventa
y de la hipoteca para que se
reproduzca pegado a las tetas de la usura que aleja la tisis de las fortunas y
es bálsamo confortante de quiebras y dolores. Llegado a esa altura, compra, con
poca plata, naturalmente, un título: se llama algunas veces del alto comercio, por ejemplo, y como su
programa es el ya notado más arriba, le vais a ver garboso y solemne seguir
mansamente a don Juan Manuel de Rosas, admirar a García Moreno, o sonreír a
Santos y a Melgarejo, sin escrupulizar mucho en achaques de buen gobierno. Almas
desasidas de las cosas ideales que no dan plata, lo mismo es para ellos el
despotismo que la libertad, siempre que les conserve su dinero. Pero… ¡ay del
gobierno a quien se le sospeche irrespetuoso del centavo ajeno! Porque entonces
el enriquecido se levantará heroico en la revolución para entregar su vida…
antes que su dinero. El es el que en ese grado de organización pasiva
constituye el receptáculo y acaso la incubadora de todo chisme político y
social que en forma de literatura periodística distribuye el diarismo
multiforme. Como es sanchopancescamente
crédulo e iluso, no hay más que redactárselo en cierta forma untuosa y soluble,
rotulándolo con la cómica solemnidad con que nuestros periodistas untan para
que corra la noticia o la calumnia más inverosímil: a los hombres honrados, a la parte sensata de la opinión, al pueblo
ilustrado, y que él, sin sospechar siquiera que el que eso escribe no es,
con frecuencia, ni honrado, ni sensato, ni ilustrado, traga el anzuelo y hasta
lo digiere, tal es la fuerza de sus jugos digestivos.
Este buergués
aureus, en multitud, será temible si la educación nacional no lo modifica
con el cepillo de la cultura y la infiltración de otros ideales que lo
contengan en su ascensión precipitada hacia el Capitolio.