Manuel Mujica
Láinez
LA SIRENA. 1541, Misteriosa Buenos Aires, Ed.
Sudamericana, Buenos Aires, 1981
Manuel Mujica Láinez (1910-1984) |
La Sirena oyó hablar de ellos
hace años, desde que aparecieron asombrando al paisaje fluvial las expediciones
de Juan Díaz de Solís y de Sebastián Caboto. Por verles abandonó su refugio de
la laguna de Itapuá. A todos les ha visto, como vio más tarde a quienes
vinieron en la flota magnífica de don Pedro de Mendoza, el fundador. Y ha
crecido su inquietud. Sus compañeros la interrogaban, burlones:
-¿Has encontrado? ¿Has encontrado?
Y la Sirena se limitaba a
mover la cabeza tristemente.
No, no había encontrado. Se lo
dijo al Anta de orejas de mula y hocico de ternera que cría en su seno la
misteriosa piedra bezoar; se lo dijo al Carbunclo que ostenta en la frente una brasa;
se lo dijo al Gigante que habita cerca de las cataratas estruendosas y que
acude a pescar en la Peña Pobre, desnudo. No había encontrado. No había
encontrado.
Ya no regresó a la laguna de
Itapuá. Nadaba perezosamente, semiescondida por el fleco de los sauces, y los
pájaros acallaban el bullicio para oírla cantar.
Va de un extremo a otro de los
ríos patriarcales. No teme ni a los remolinos ni a los saltos que levantan
cortinas de lluvia transparente; ni al rigor del invierno ni a la llama del
estío. El agua juega con sus pechos y con su cabellera; con sus brazos ágiles;
con la cola de escamas azules prolongada en tenues aletas caudales color del
arco iris. A veces se sumerge durante horas y a veces se tiende en la corriente
tranquila y un rayo de sol se acuesta sobre la frescura de su torso. Los
yacarés la acompañan un trecho; revolotean en torno suyo los patos y las
palomas llamadas apicazú, pero presto se fatigan, y la Sirena continúa su
viaje, río abajo, río arriba, en arcada como un cisne, flojos los brazos como
trenzas, y hace pensar en ciertas alhajas del Renacimiento, con perlas
barrocas, esmaltes y rubíes.
-¿Has encontrado? ¿Has
encontrado?
La mofa: ¿Has encontrado?
Suspira porque presiente que
nunca hallará. Los hombres blancos son como los aborígenes: sólo
hombres.
Tienen la piel más fina y más clara, pero son eso: sólo hombres. No puede amar
a un hombre que sólo sea hombre, ni a un pez que sea sólo pez.
Segantini: sirena atacada por gaviotas |
Ahora nada por el Río de la
Plata, rumbo a la aldea de Mendoza. El Gigante le ha referido que unos bergantines
descendieron de Asunción, y por los faisanes ha sabido que sus jefes se
aprestan a despoblar Buenos Aires. Precaria fue la vida de la ciudad. Y triste.
Apenas han transcurrido cinco años desde que el adelantado alzó allí las
chozas. Y las destruirán.
En la vaguedad del crepúsculo,
la Sirena distingue los tres navíos que cabecean en el Riachuelo. Más allá, en
la meseta, arden los fuegos del villorrio destinado a morir.
Se aproxima cautelosamente. No
ha quedado casi nadie en los bergantines. Eso le permite acercarse. Nunca ha
rozado como hoy con el pecho grácil las proas; nunca ha mirado tan vecinas las
velas cuadradas que tiemblan al paso de la brisa.
Son unos barcos viejos, mal
calafateados. La noche de junio se derrumba sobre ellos. Y la Sirena bracea
silenciosamente alrededor de los cascos. En el más grande, en lo alto de la
roda, bajo el bauprés advierte una armada figura, y de inmediato se esconde,
temerosa de ser descubierta. Luego reaparece, mojado el cabello negro,
goteantes las negras pestañas.
¿Es un hombre? ¿Es un hombre
armado de un cuchillo? O no… no es un hombre… El corazón le brinca. Vuelve a
zambullirse. La noche lo cubre todo. Únicamente fulgen en el cielo las
estrellas frías y en la aldea las fogaradas de quienes preparan el viaje. Han
incendiado la nao que hacía de fortaleza, la capilla, las casas. Hay hombres y
mujeres que lloran y se resisten a embarcar, y los vacunos lanzan unos mugidos
sonoros, desesperados, que suenan como bocinas melancólicas en la desierta
oscuridad.
Al amanecer prosigue la carga
de los bergantines. Partirán hoy. En lo que fue Buenos Aires, sólo queda una
carta con instrucciones para quienes arriben al puerto, aconsejándoles cómo
precaverse de los indios y prometiéndoles el Paraíso en Asunción, donde los cristianos
cuentan con setecientas esclavas para servirles.
Las naos remontan el río,
entre las islas del delta. La Sirena las sigue en la distancia, columpiándose
en el vaivén de las estelas espumosas.
¿Es un hombre? ¿Es un hombre
armado de un cuchillo?
Tuvo que aguardar a la luz
indecisa de la tarde para verle. No había abandonado su puesto de vigía. Con un
tridente en la derecha y una rodela embrazada, custodiaba el bauprés del cual
tironeaban los foques al menor balanceo. No, no era un hombre. Era un ser como
ella, de su casta ambigua, hombre hasta la mitad del cuerpo, pues el resto, de
la cintura a los pies, se transformaba en una ménsula adherida al barco. Una
barba rígida, triangular, le dividía el pecho. Le rodeaba la frente una pequeña
corona. Y así, medio hombre y medio capitel, todo él moreno, soleado, estirado
por las tormentas, parecía arrastrar el navío al impulso de su torso recio.
La Sirena ahogó un grito.
Surgieron en la borda la cabeza de los soldados. Y ella se ocultó. Se sumergió
tan hondo que sus manos se enredaron en plantas extrañas, incoloras, y el olear
se llenó de burbujas.
La noche arma de nuevo sus
tenebrosas tiendas, y la hija del Mar se arriesga a arrimarse a la popa y a
deslizarse hasta el bauprés, eludiendo las manchas amarillas de los faroles
encendidos. A su claridad el Mascarón es más hermoso. Se le sube la luz por las
barbas de dios del Océano hacia los ojos que acechan el horizonte.
La Sirena le llama por los
bajo. Le llama y es tan suave su voz que los animales nocturnos que rugen y
ríen en la cercana espesura callan a un tiempo.
Pero el Mascarón de afilado
tridente no contesta y sólo se escucha el chapotear del agua contra los flancos
del bergantín y la salmodia del paje que anuncia la hora junto al reloj de
arena.
John W. Waterhouse: la sirena |
El Mascarón es el único en
quien no hace mella esa voz peregrina.
Y los hombres se alejan uno a
uno cuando cesa la canción. Se arrojan en sus cujas o sobre los rollos de
cuerdas, a soñar. Dijérase que los tres bergantines han florecido de repente,
que hay guirnaldas tendidas en los velámenes, de tantos sueños.
La Sirena se estira en el agua
quieta. Lentamente, angustiosamente, se enlaza a la vieja proa. Su cola golpea
contra las tablas carcomidas. Ayudándose con las uñas y las aletas empieza a
ascender hacia el Mascarón que, allá arriba, señala el camino de los tesoros.
Ya se ciñe a la ménsula rota. Ya rodea con los brazos la cintura de madera. Ya
aprieta su desesperación contra el tronco insensible.
Le besa los labios esculpidos,
los ojos pintados. Le abraza, y por sus mejillas ruedan las lágrimas que nunca
lloró. Siente un dolor dulcísimo y terrible, porque el corto tridente se le ha
clavado en el seno y su sangre pálida mana de la herida sobre el cuerpo esbelto
del Mascarón.
Entonces se oye un grito
lastimero y la estatura se desgaja del bauprés. Caen al río, estrechados en una
sola forma, y se hunden, inseparables, entre la fuga plateada de los
pejerreyes, de los sábalos, de los surubíes.
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