Lecturas tangenciales, el placer de hallar como horizonte de un viaje que supuso un curso principal de lecturas. En sus pequeños cauces se origina el mar: letras como dones, chispazos que auguran el ardor de la belleza, cumpliendo promesas nunca formuladas, pedazos del paraíso perdido, ráfagas de felicidad que justifican remar la arena hasta la luna.

Jorge Pablo Yakoncick

domingo, 17 de julio de 2016

José María Ramos Mejía: LA MULTITUD DE LOS TIEMPOS MODERNOS



José María Ramos Mejía
LA MULTITUD DE LOS TIEMPOS MODERNOS, Las multitudes argentinas (1899), Ed. Biblioteca, Rosario, 1974

José María Ramos Mejía
Las tres multitudes descritas marcan las fases del desenvolvimiento de la raza argentina en cada uno de los períodos que representan. La multitud de la colonia y virreinato se organiza en las ciudades, y es, al principio, genuinamente española. Conserva sus caracteres hasta que por lenta y necesaria evolución se forma la que va a actuar en la emancipación, en cuyo seno, como se sabe, se resisten a entrar las clases superiores, que son al principio completamente antipletógenas.
La de las tiranías o, por otro nombre, del año 20, sale de los litorales del Río de la Plata, y es india, heterogénea, como ninguna y completamente inculta, es casi autóctona mestiza-española en parte, y constituida por el hombre de la naturaleza que se ha formado en la soledad y el aislamiento de los desiertos inmensos y en los montes sin fin de las costas dilatadas, que les permiten reproducirse por la fecundidad extraordinaria que es la ley de su fisiología. Esta desencadénase, luego, sobre las ciudades, como rueda el Paraná, que le dio la vida de sus aguas, el calor de su atmósfera fecunda, y que después de haber recorrido inmensas soledades y atravesado selvas impenetrables, abandona bruscamente la región montañosa, y cambiando de nivel, con estrépito, entra vibrante, saltando por cataratas inmensas para inundar como un torrente la llanura que alegre sonríe al recibirlo en su seno.
Dentro de la evolución restringida de semejante organismo tan transitorio, Facundo representa un primer grado de rusticidad, porque es genuina expresión de barbarie sanguínea e impulsiva de la multitud de los campos: Artigas, más malo que bárbaro, y con fuerte aspecto tenebroso, más que un primitivo, es un delincuente común; Ramírez marca cierto grado de urbanización (no diré de civilización todavía) algo más acentuado, pero no es aún el pletógeno bicéfalo que acumula las simpatías de las chusmas de la campiña y de las ciudades: le falta el pulmón apropiado para respirar alternativamente la atmósfera moral de ambas; todavía se asfixia en el poblado. Rosas es casi un vertebrado, en el sentido de una final perfección en ese transformismo mental lleno de sorpresas; era, como dije antes, una expresión de las dos multitudes: de la multitud decrépita de la ciudad fatigada, y de la barbarie rural, exuberante de sangre oxigenada, de músculos espesos de troglodita, de nervios vírgenes y excitables.
Curiosa, por muchos conceptos, era tan híbrida sociedad, que llevaba la galera y vestía la casaca de la sastrería ciudadana, al mismo tiempo que la bota de potro y el chiripá. Una sirena simbólica: mitad gente, mitad animal, como informan los cuentos mitológicos que circulan alrededor del fogón. El uso de la galera,
Gaucho con galera, chaqueta y chiripá
como pintorescamente llamaban ellos al sombrero alto o de pelo, era un tributo que el gaucho caudillo urbanizado pagaba a la ciudad, o si se quiere, el signo de un principio de conquista operado por ésta. Ramírez se retiró de Buenos Aires el año 1820, usándola y a doble barbijo[i]. Urquiza la cargó también, en no menos extravagantes combinaciones, y, no está lejos la época en que veíamos cruzar las calles de Buenos Aires al simpático general Hornos, caballero en un bayo de cabos negros, coscojeador y alertero, vestidos con su abundante chaqueta, de poncho pampeano de alegres colores y la gran galera echada sobre sus ojos vivarachos y pendencieros. Este atributo exótico en la toilette campesina, parecía otras veces la corona sui generis de esos reyezuelos del litoral, cuando se ponían en contacto con el pueblito o la ciudad: era sin duda alguna un emblema, al mismo tiempo que un signo de autoridad. Todos ellos la usaron con marcada predilección, como si algún sueño travieso de grandeza real les hubiera cruzado por la mente, dictándoles inclinación tan risible por la simbólica caricatura del supremo poder personal. Y por vía de ilustración final, válgame el recuerdo de aquel viejo mariscal López (padre) que daba audiencia detrás de una mesa, agobiado por una enorme galera, caprichosamente modificada por la indumentaria de la sastrería guaranítica.
Creo que en la Vida de Alejandro, Plutarco dice que los detalles menudos sirven para dar a conocer de qué manera se han formado y transformado los gobiernos, las leyes, las costumbres y el carácter de un pueblo. Por eso –recordando el precepto del maestro-, cité los anteriores, aunque parezcan pueriles.
Así y todo, esas multitudes rurales del litoral, aparecen en nuestra historia como autores de las grandes audacias políticas. La sublevación de Tupac-Amaru, que no es del litoral, pero que fue rural, es el primer ejemplo con que tropieza mi pluma; y los otros, la revolución memorable de las comarcas del sur de Buenos Aires del año 1839, que se le van a las barbas a Rosas, como hubo de írsele otro campesino que pagó con la cabeza sus veleidades libertadoras: el coronel Zelarrayán. Y por fin, entre muchos otros que escapan a mi recuerdo, la sublevación de los campesinos de Entre Ríos y Corrientes, que conquistaron la victoria de Caseros. Es que casi siempre fueron la explosión de la vida en lo que tiene de más vigoroso y primitivo; parecían representar el estallido de la reacción muscular y del predominio del aparato circulatorio, con arterias como caños de bronce, en que circulaba la sangre con los ruidos y fluidos vitales que arrastra ese Paraná del torso colosal que acabamos de mencionar. Esos bárbaros debían tener patas colosales como los megaterios, y las manos como la garra del troglodita; traían en la voz el relincho del bagual, en el brazo, reminiscencias de la osamenta de un abolengo ciclópeo, y cuando reían o blasfemaban, resonaba el amplio tórax como batido por vibraciones de una laringe acostumbrada a las interjecciones violentas, porque poseían notas que semejaban ráfagas de huracán. No trajeron colaboración intelectual a la civilización argentina, sino puramente física; representaron la resurrección de la salud corporal, que da también fresco ambiente al espíritu, fibra a la voluntad y calor al sentimiento, cuando la civilización urbana sabe aprovecharla transformándola por sus medios conocidos. Su función parece más bien biológica que política; engendra las tiranía, como la sangre rica, las inflamaciones y las infecciones mortales que producen los pioemas. Si les hubierais engendrado un gobierno federativo ideal, la perfección constitucional misma, les hubierais robado la plata, como vulgarmente se dice; dentro de su psicología y de su temperamento. Más que Rivadavia, Rosas les convenía necesariamente, o el ampuloso gobierno de Rodríguez; y eran lógicos.
Ha tenido siempre el litoral una tendencia marcada al movimiento. Informado por un espíritu lleno de curiosidad, le ha gustado vivir la vida activa del éxodo, que da variedad a la existencia, aviva la imaginación y nutre al espíritu con impresiones saludables. ¿Atribuirélo a influencias marítimas? Los ríos caudalosos, la atmósfera marina, el panorama y todas esas grandes influencias tan comentadas por los historiadores o físicos de la escuela de Buckle, Metchnikoff y el célebre geógrafo alemán Pechel, ¿no tendrán, en efecto, alguna influencia en la especialidad de su carácter? Bastaría recordar las palabras de Elisée Reclus, para contestar provisionalmente la pregunta: las felices condiciones del suelo, de clima, de la forma y situación del continente, son las que han valido a los europeos el honor de haberse puesto, desde muy antiguo, a la cabeza de la humanidad; con razón, pues, insisten los historiadores geógrafos en la configuración de los continentes y en las consecuencias que puedan resultar para el destino de los pueblos. Y para no entrar en largas consideraciones, ni cometer un acto de irreverente olvido, sólo saludaremos al pasar la obra monumental de Carlos Reitter, el primer sabio europeo, que en vez de considerar a la geografía como una ciencia de nomenclatura y enumeración, intentó, con éxito, descubrir la correlación íntima que deben existir entre la tierra y los seres que la pueblan[ii].
Litoral
No hay duda de que ese litoral movedizo ha sido desde el principio de la historia, atrevido y pendenciero: la atmósfera marítima, cargada de cloruro de sodio y de principios estimulantes, ha dado a su carácter cierta marcada tendencia a la acción que tal vez quita a la inteligencia la tranquila y reposada quietud, tan necesaria para la obra de aliento que le sobra al arribeño. Los códigos, la legislación laboriosa y de intenso pensamiento, son obras para este último; los motines, la acción rápida, la audacia y el espíritu de rebelión pertenecen al temperamento del primero.
En 1577 los criollos de Santa Fe se levantan contra el gobernador Mendieta, luego deponen a don Juan de Garay y se apoderan del gobierno; en 1553, las elecciones del sucesor de Garay acaban a capazos; en 1762, el municipio de la ciudad de Corrientes se levanta para defender sus derechos, reproduciendo la escena de 1732, en que al grito de ¡Común! ¡Común! Se había alzado a favor de los comuneros del Paraguay[iii]. Y en muchísimos otros hechos, repetidos en breve período con cierta insistencia ilustrativa, está demostrando que sus nervios tienen otros jugos y los animan otros fluidos que la tranquila inervación del mediterráneo cauteloso y tranquilo.
Este es otro tipo. Más tolerante, reposado, reflexivo y lento en la asimilación, pero tal vez más seguro en la reproducción sin brillo de su pensamiento, tiene, sin embargo, mayor receptividad para las idolatrías personales, lo que revela el predominio de la superstición. Porque los altares han sido en su tierra siempre más seguros que en el litoral; erigido un ídolo, difícilmente de le baja, y aunque desteñido y antiestético, sigue la adoración mecánica del feligrés, más por temor a la innovación que por verdadero entusiasmo. Son algo así como un remedo indígena de aquel antiguo inglés de principios de siglo, que respetaba toda institución establecida porque era vieja, y desconfiaba de toda innovación, porque era nueva. Hay cierta peculiaridad en esa resistencia de noble arribeño a los rápidos cambios. La teoría de la santidad de la tradición, formulada por Burke en 1790, y convertida en dogma del clero anglicano y de las universidades, es en él una preocupación. Vestales empecinadas en la patria vieja sienten terror supersticioso cuando se quieren modificar hábitos tradicionales e inveterados. Y la verdad es, que cuando esta ciudad multicolor y cosmopolita en demasía, uno, se traslada a la tranquila ciudad del interior, siente el alma que levanta sus alas suavemente acariciada por el recuerdo de la vieja cepa; percibe algo que semeja la fresca brisa de la infancia cantando en la memoria multitud de recuerdos amables. Sí: aquella casa vieja, aquella familia sencilla y distinguidísima, en medio de su patriarcal bonhomía, es la nuestra; el corazón la adivina, porque se rejuvenece en el perfumado contacto con la arboleda, y en la ráfaga perezosa en que el genio benevolente del viejo hogar envía su saludo al hijo pródigo que vuelve…
Percíbense en la historia argentina como dos fuerzas e influencias poderosas que partiendo del litoral y del interior, con cierta unidad de dirección en la corriente, afluyen no de ahora, sino de mucho tiempo atrás,
Interior
hacia este inmenso centro de la Capital fenicia y heterogénea todavía, pero futuro crisol donde se funde el bronce, tal vez con demasiada precipitación, de la gran estatua del porvenir: la raza nueva. Por esto, aunque lentamente, va resultando cierta unidad de sentimiento político entre la metrópoli y el resto de la República; y precisamente por eso la multitud que se forme aquí tendrá más tarde su tinte nacional, porque necesariamente la circulación general concurre a este centro de oxigenación a refrescar la sangre que ha de enviar después hasta el más humilde capilar de la Nación. La sangre venosa de los empréstitos, de las exigencias de la miseria y de las pretensiones políticas o de los dolores locales, afluyen al gran pulmón para convertirse en el glóbulo rojo de la dádiva, de la ayuda moral o de la promesa balsámica (cuando no tóxica de alguna candidatura, que de todo hay en la viña del Señor) y que el gran corazón distribuye.
La conocida comparación de la capital con el cerebro, es vulgar por lo mismo que es tan exacta. Todas las sensaciones e impresiones vienen a ella por el conducto de sus nervios afluentes conocidos. Va a ser éste el centro cinestésico de todo el ser político, de todo el conjunto de sus funciones vitales, la vaga conciencia de todo l’insieme como diría Sergi. Centro de intelectualización de las oscuras impresiones de cada punto, y órgano de reflexión que devuelve, transformados en movimiento, luz, ideas y voliciones, las sensaciones que por el correo, el telégrafo y la prensa, especie de encrucijada de la cápsula interna, se distribuye a todo el territorio.
Así es que no va descaminado el que para estudiar la multitud argentina moderna tome más tarde como tipo representativo genuino a la que se forme en la capital en ciertas circunstancias.
Cuando estudiaba el admirable procedimiento adoptado por la naturaleza para ir lentamente desenvolviendo los tipos orgánicos, desde nuestro modesto abolengo siluriano, el pez primitivo, hasta el hombre, me parecía, no sin motivo, que en la formación de esta sociedad algo análogo debía producirse. Que al llegar a cierto período de desarrollo, ese embrión primero, el inmigrante, debía haber revestido en el orden social algo así como la estructura anatómica de los peces, más tarde la de los anfibios y por fin la de un mamífero, quiero decir que habría seguido en el orden de su perfeccionamiento intelectual y moral un transformismo semejante. La verdad es que la asimilación era seductora, porque facilitaba al espíritu un procedimiento de averiguación cómodo y sugestivo y porque, en efecto, parecía encontrarse en lo que llamaríamos con propiedad la filogenia de nuestra sociedad, tipos que, con un poco de buena voluntad, podían asimilársele por vía de ilustrativa aunque remota comparación.
Cualquier craneota inmediato es más inteligente que el inmigrante recién desembarcado en nuestra playa. Es algo amorfo, yo diría celular, en el sentido de su completo alejamiento de todo lo que es mediano progreso en la organización mental. Es un cerebro lento, como el del buey a cuyo lado ha vivido; miope en la agudeza psíquica, es torpe y obtuso oído en todo lo que se refiere a la espontánea y fácil adquisición de imágenes por la vía del gran sentido cerebral. ¡Qué obscuridad de percepción, qué torpeza para transmitir la más elemental sensación a través de esa piel que recuerda a la del paquidermo en sus dificultades de conductor fisiológico!
Recuerdo que, años ha, con motivo de una epidemia en el “Asilo de Inmigrantes” y so pretexto de comprobar misteriosos estados de inmunidad en los sanos y recién llegados, hice algunas experiencia de psicología, que aunque no del todo comprobatorias, como es consiguiente, me permitieron fundar deducciones aproximadas, dándome resultados curiosos y reveladores en ese sentido.
Todos estos métodos, fáciles y de argumentación poco complicada, permiten al más profano interrogar por medios materiales y con éxito relatico esa esfinge destronada de la impenetrabilidad del espíritu. El método sencillo de las más pequeñas diferencias perceptibles o de los casos verdaderos o falsos, como cualquier otro procedimiento de investigación, facilitan tan interesante operación. Ordinariamente, y cualquiera de estas sencillas impresiones conscientes, provocan una reacción por parte del sujeto, reacción no sólo motora, sino también intelectual; la atención se fija sobre la sensación, el juicio interviene para clasificarla o definir sus caracteres y un estado emocional acompaña el conjunto. Así es, como concurre casi todo el espíritu, en la sencilla producción de una sensación elemental.
Crepuscular, pues, y larval en cierto sentido, es el estado de adelanto psíquico de ese campesino, en parte, el vigoroso protoplasma de la raza humana, cuando apenas pisa nuestra tierra. Forzosamente tiene uno que convencerse de que el pesado palurdo no siente como nosotros. Como he dicho antes, su mecanismo psicológico es lento e intermitente como la rueda de la hilandera primitiva o el arado grosero del agricultor de la media edad; esa sensibilidad moral, receptáculo y fábrica de los sentimientos e ideas morales del hombre culto y definitivo es todavía un vago remedo de lo que será después. Pero el medio opera maravillas en la plástica mansedumbre de su cerebro casi virgen. La luz de este cielo despierta la dormida actividad de las imágenes visuales; el ruido primero y el sonido después, el color variado, las formas multiplicadas de las cosas, y esa secreta inclinación y competencia elemental de la raza por el arte, no es un sentido grandioso, sino por algunas de sus más humildes manifestaciones (aunque no por eso menos útiles) que se traducen en las artes manuales y domésticas que dan de comer y facilitan la vida, concurren a ese fin. Despiértalo la locomotora pujante que resoplando arrastra la prolongada cola de sus anillos de vagones interminable, atragantados por el producto de la cosecha generosa, despiértalo el ruido de las calles, el bullicio de las industrias, los gritos alegres de los niños que brotan en los patios de los conventillos como el maíz en la tierra lujuriosa; finalmente, la inmensa llanura, aquella nuestra sin igual llanura, sin sombras, como sus melancólicos y remotos horizontes, cubierta de trigales y de verdes maizales, como no se los imaginó, ni en sueños de delirante grandeza ese patán, tan fecundo bajo este sol, dentro de este aire, sobre el inmenso río patrio, mansamente rugiente en su largo trayecto.
Su mente soñolienta se siente animada por la vibración de la vida, obligada a dilatarse como el acero de buena ley; del rudo trozo de mineral surge, como por obra de sortilegio, la lámina bruñida y radiante del hombre regenerado por el trabajo en toda su más noble amplitud. Entonces esa mentalidad, que ha vegetado en la obscura invernación de la miseria, se precipita en el vértigo, ora saludable, ora nocivo de esta vida febril, en que va desenvolviéndose la gran nación. ¿Por qué el color le hiere más intensa y agradablemente la retina? ¿Por qué ese oído torpe y apenas perceptor indiferente del vago rumor de la montaña, distingue ahora el sonido y comienza a procurarse la emoción de la música siquiera humilde que en la tibia tarde del estío puebla el aire de la naciente colonia? ¿Por qué, en fin, en esa alma que ha callado hasta la edad adulta, al contacto de este aire y de este cielo, sienten que hacen en ella irrupción extrañas emociones y sentimientos que la echan en las iniciativas audaces y le infunden savia más fogosa? Es que el cerebro ha sido tomado por las manos de este genio de los aires, de las aguas y de los lugares a que Hipócrates aludía en su genial visión, obligándolo a aceptar las modificaciones que generaciones venideras aprovecharán en plenitud mayor.
Me asombra la dócil plasticidad de ese italiano inmigrante. Llega amorfo y protoplasmático a estas playas y acepta con profética mansedumbre todas las formas que le imprime la necesidad y la legítima ambición. El es todo en la vida de las ciudades y de las campañas, desde músico ambulante hasta clérigo; con la misma mano con que echa una bendición, usando de la cómica solemnidad del que los hace como oficio y no por vocación, mueve la manivela del organillo o arrastra el carrito de la verdura; nos ofrece paraguas baratos
Arribo de inmigrantes
cuando chispea, hace bailar al mono hábil en el trípode y abre la tierra que ha conquistado con su tesón y fecundado con su trabajo. Como son tantos, todo lo inundan: los teatros de segundo y tercer orden, los paseos que son gratis, las iglesias porque son devotos y mansamente creyentes, las calles, las plazas, los asilos, los hospitales, los circos y los mercados; todos los oficios y profesiones, siempre que sus actitudes un poco zurdas y elementales se lo permitan; ellos son cocheros, después de un aprendizaje doloroso de chichones y espolonazos violentos contra los otros coches, de contravenciones y multas, que le aguzan el ingenio; ellos son cuarteadores de los tranvías en actitudes pintorescas y extravagantes manejos de riendas; ellos son mayorales y conductores y hasta los picantes dicharachos de la compadrería urbana y callejera suelen brotar de sus labios con cierta gracia y exótica para aquel cerebro todavía burdo y acuoso; ellos son, en suma, todo lo que dé medios de vida y prometa un porvenir, remoto si queréis, pero seguro.
Con deciros que de ciertos trabajos hasta al gaucho han desalojado. Cuando salís un poco afuera, un tipo extraño de burlesco centauro os hiere la vista: sobre un peludo y mal atusado corcel, mosqueador y de trabado galope, se zarandea una figura nerviosa que agita sus piernas al compás desarticulante de la jaca maltrecha por el cansancio. Al pasar por la pulpería le silban y vilipendian; su figura antiestética despierta la hilaridad, pero él sigue su destino: no acepta la copa, ni la mañana, ni la chiquita, ni el coperío, ni la gárgara. Va a su propósito: cobra sus capones vendidos, arregla la conducción de una tropa, la verificación de una esquila, la compostura de una olla, el préstamo del organillo, o el blanqueo de una casa, y torna luego al puesto o a la estancia, que poco tarda en tenerla, para acondicionar un lugar seguro la guardañanza, suculento producto de su incesante trabajo y de su fregoliforme multiplicidad de aptitudes humildes, pero proficuas. Porque, en efecto, ese desagradable de Frégoli no es sino un símbolo vivo del inmigrante italiano. Con el traje vasco o de matrero, con bota de potro, risueñamente apareada al jaquet, de alpargata o botín de elástico y chiripá, en la frontera o en el suburbio, en la colonia o en la lejana estancia, donde la lucha contra la naturaleza indiferente es incesante, él, manso siempre, alegre, pero discreto, tolerante y docilísimo a las circunstancias ambientes, va conquistando el suelo y asimilando, sin repugnancia, lo que le brinda la tierra y las razas que lo circundan. Así, le veis en ocasiones, marido fiel y constante de una paisana, amante de una negra o rendido amador de una china suculenta o de alguna solterona centenaria, cuyo capitalito, sin movimiento, él fecunda hasta proporciones inusitadas con la honrada alquimia de su trabajo, lleno de sorpresas y transformaciones.
Hasta en esa bizarra inocencia con que acomete en carnaval los disfraces más extraños del indio, duque, gaucho o guerrero, hay algo de simpático o de valeroso, que revela ímpetu de sangre nueva; cierto bonachón escepticismo que desprecia el grueso ridículo callejero provocado con desparpajo y pueril valentía. Le veis cruzar la calle cuajada de gente bien dispuesta al titeo y a los manotones, asentando con aplomo terrible su pata alpargatada de paquidermo, y al compás de su arromadizado acordeón, recorre entero el municipio, sin claudicar un momento en su sinceramiento alegre peregrinación de tres días con sus noches. Se divierte como un niño, porque lo es; aunque adulto por los años, su espíritu sólo ha comenzado a vivir cuando sus alas en despliegues sonoros de pájaros que recibe la fresca bendición del agua de lluvia en una tarde estival, ha sentido la influencia fogosa y estimulante de esta luz y de este cielo fuertemente perfumado por la libertad y el trabajo. ¡Y cómo contagia su alegría con pantagruélica ese gringo que goza de la vida! ¡Cómo absorbe su caldo en la hora de la cena, en grandes sorbos ruidosos y aperitivos, sin dejar restos ni residuos vergonzantes en la olla humeante y llena de la salud que le da la noble pobreza! ¡Qué bueno y qué sencillo me parece ese paise trajinante, antes de dejar la larva del inmigrante para convertirse en el burgués aureus, insoportable y voraz!
El niño concebido en esa plena efervescencia del sistema nervioso, recibe una herencia de aptitudes mayor a que si los padres hubieran permanecido en la inercia de su primer estado.  Por las causas enumeradas, el inmigrante transformado no piensa ni siente con su instrumento importado, que era deficiente, sino con el fundido en el patrón que el medio le ha impuesto; de manera que las influencias hereditarias transmitidas, tienen que ser, en un treinta y cinco por ciento, indígenas, argentinas.
En esta lucha en que se forma la moderna sociedad argentina, el capital de las adquisiciones hereditarias que trae aquél es necesariamente modificado por selección. El proceso de desarrollo, tal cual ha sido legado por los ascendientes, o, por otro nombre, la herencia palingenética, como quiere Lang que se le llame, es sensiblemente modificada en su plasticidad misma por la lucha por la existencia. Para Vandervelde y Massart es éste un factor importante que somete el sentido de los estados sucesivos del desarrollo de una especie a modificaciones de diversos órdenes; de modo que bien pronto deja de representar fielmente en su curso el desarrollo de sus ascendientes.
En nuestro país, en plena actividad formativa, la primera generación del inmigrante, la más genuina hija de su medio, comienza a ser, aunque con cierta vaguedad, la depositaria del sentimiento futuro de la nacionalidad, en su concepción moderna, naturalmente.
Si le observáis en sus actos más nimios y en las cosas en que ese sentimiento se manifiesta en alguna forma, siquiera pueril, veréis cómo empieza a esbozarse esa que va a ser la pasión del porvenir, sobre todo, en lo que tiene la patria de culto externo y sensorial. El pilluelo, hijo a medias argentinizado por el ambiente y la herencia, es el vector de este cariño en su nacer. También el padre sólo ha sentido aquí las nuevas orientaciones de ese sentimiento: la agricultura próspera, nuestro suelo dócil y generoso, le han dicho muchas cosas al oído, como si el olor de la tierra húmeda, ya próxima a la fecundación, despertara en los sentidos del campesino las emociones todavía vagas del primer amor a la patria.
Niños inmigrantes
Ese niño vagabundo y curioso, eterno ocupante de la calle, es el que aplaude con más calor las escuelas de cadetes, que con encantadora gravedad desfilan en los días de la patria; el que vive con bullicioso entusiasmo la bandera haraposa del viejo y glorioso batallón, el que acompaña a la tropa más lejos, el que no falta a la lista, el que se asocia con la más candorosa y sincera decisión a todas las cosas populares en que está el pabellón y el uniforme.
Ese primer producto de la inmigración, el argentino del futuro, vive más en la calle que en ninguna otra ciudad del mundo donde generalmente la infancia está disciplinada. Niño, apenas destetado, no sale de la puerta y de la acera, cuya propiedad disputa al transeúnte, y cuando ya puede manejarse solo, la plaza y la puerta de los espectáculos y de las colmadas escuelas del Estado en la errante deambulación de su alegre vagancia. Es el sistema nervioso que al día recibe y asimila mayor número de impresiones, el que más pronto y más intensamente experimenta la repercusión del menor incidente público. Por consecuencia, su cerebro es más fustigado, más estimulado, y como el cerebro del niño no recibe sino lo que puede, lo que aleja los peligros del un poco exagerado surmenage escolar, es más precoz su desarrollo que el de los niños del hogar acomodado, que el del niño bien, como en la jerga de la sociedad se dice. Eso explica, probablemente, su superioridad en todos los ejercicios de la escuela y la facilidad con que el observador ve desenvolverse lentamente el sentimiento de la patria, que en la futura generación será más completo.
Sistemáticamente y con obligada insistencia se les habla de la patria, de la bandera, de las glorias nacionales y de los episodios heroicos de la historia; oyen el himno y lo cantan y lo recitan con ceño y ardores de cómica epopeya, lo comentan a su modo con hechicera ingenuidad, y en su verba accionada demuestra cómo es de propicia la edad para echar la semilla de tan noble sentimiento. Yo siempre he adorado las hordas abigarradas de niños pobres, que salen a sus horas de las escuelas públicas en alegre y copioso chorro, como el agua por la boca del caño abierto de improviso, inundando la calzada y poblando el barrio con su vocerío encantador. Esas aves errantes, de tan descuidado plumaje y de un exotismo gracioso de nombres y apellidos, salen de su nido desconocido, sin duda, pero con la misteriosa rodostetia rosea que encontraba Nansen en su camino, suelen volar alto y resistir con más éxito la cruda temperatura que las rodea.
La primera generación es, a menudo, deforme y poco bella hasta cierta edad; parece el producto de un molde grosero, los primeros vaciamientos de la fundición de un metal noble, pero todavía lleno de engrosamientos y aristas que el pulimiento posterior va a corregir. Hay un tanto por ciento de narices chatas, orejas grandes y labios gruesos; su morfología no ha sido modificada aún por el cincel de la cultura. En la segunda, ya se ven las correcciones que empieza a imprimir la vida civilizada y más culta que la que traía el labriego inmigrante. El cambio de nutrición, la influencia del aire y de la relativa quietud del ánimo por la consecución fácil del alimento y de las supremas necesidades de la vida, operan su influjo trascendental.
El régimen alimenticio puede tener una determinación efectiva, tal vez tanto o más que los otros agentes modificadores. Partidarios “y adversarios absolutos de la transmisibilidad de las cualidades adquiridas, están de acuerdo en admitir que el estado general de propiedad o de miseria fisiológica puede tener una repercusión más o menos extendida sobre la posteridad”. El mismo Weismann admite que las células sexuales mejor nutridas en un individuo o inversamente debilitadas por la miseria fisiológica o la enfermedad, suministran a sus descendientes en keiplasma y células somáticas más vigorosas y debilitadas[iv]. El sistema nervioso tranquilo y menos forzado atiende al desarrollo de las formas, con más arte diré así; parece como si pusiera mayor cuidado en su misión morfológica, quizá porque una sangre mejor servida, facilitará la resurrección de tan fundamental función de la vida.
Hay que observar a los niños de los últimos grados, para ver cómo de generación en generación, se va modificando el tipo de inmigrante hecho gente. Podríamos decir, en presencia de cualesquiera de los numerosos cursos primarios, cuál pertenece a las primeras, cuál a las segundas; cuál de ellos procede de padres cultos y nobles abolengos ya afinados por el buen vivir o por las aptitudes de constante corrección que han disciplinado el físico; quiénes han recibido la sugestión constante, la serena y fácil práctica del deber moral de un padre impecable, o el buen ejemplo, la constante audición de una voz materna, llena de la unción musical que procede del órgano que no se ha engrosado por el uso de la blasfemia o del grito montaraz, contra el buey perdido, la olla derramada o el cerote mal gastado; todo eso que ha sido lentamente llenando poco a poco el alma con el voluptuoso perfume de ideales y ambiciones chères au coeur, que mon espirit rèvait, y que se refugian, con cierto pudor varonil, en la modesta penumbra del hogar de abolengo como emblema perenne y claro ideal de la vida libre de la obsesión brutal de la fortuna a toda costa.
Del inmigrante así imperfectamente modificado, surgen, como por epigénesis social, todos esos productos de evolución con que nos codeamos diariamente y que forman una estructura peculiar completa.
En el mundo social, y volveremos a la primitiva comparación tan sugestiva, sucede lo que con el resto de la naturaleza, cuya armonía quiere que la fauna completa de una región encierre además de los grandes cuadrúpedos, seres de una talla o de fuerza menor.
Al lado de los leones y de los elefantes existen animales más pequeños que viven de sus restos y que han recibido, en compensación de su debilidad, facultades por medio de las cuales llegan hasta donde no alcanzan los grandes mamíferos. Son miembros de la pequeña fauna, que ha descrito con su admirable comprensión de estilo, el autor de Les enchaînements du monde animal, y que tienen sus congéneres en el mundo moral.
En la paleontología social, el guarango representaría uno de esos vertebrados que en épocas remotas buscaran con curiosidad los sociologistas del porvenir, para establecer el encadenamiento de los tipos sucesivos de nuestra evolución. Es un invertido del arte, y se parece a los invertidos del instinto sexual que revelan su potencia dudosa por una manifestación atrabiliaria de los apetitos. Necesita de ese color vivísimo, de esa música chillona, como el erotómano del olor intenso de la carne; quiere las combinaciones bizarras y sin gusto de las cosas, como éste de las actitudes torcidas y de los procedimientos escabrosos, para satisfacer especiales idiosincrasias de su sensibilidad.
En música, tiene los atavismos del organillo que manejaron sus padres en la miseria; y en lo que a la pintura se refiere, posee en la retina los colores chillones de la oleografía con que ellos fueron sorprendidos en sus primeros contactos con la pinturería del suburbio o de la aldea fronteriza. Ese cerebro anheloso, pero todavía estrecho, trae a la vida social la impregnación viva de todas las sensaciones visuales, auditivas y morales que sus ascendientes almacenaron durante la gestación, entre los rumores del maizal verde obscuro excesivo, los olores violentos de la parva fermentada y la rumiación nocturna de sus proyectos tiránicos de ahorro, parecidos a escaseces y pasados de miseria. Todo eso mezclado en revueltas combinaciones , lo veréis luego aparecer, en su ropa barroca, en la indumentaria del hogar, con excesos de mercería, en sus gustos literarios, en sus fiestas inocentes, en su rúbrica copiosa, en la perfumería sui géneris y, finalmente, hasta en su entierro, lleno de cosquillas comprometedoras por el característico exceso de morenos enlutados, de lúgubres tapicerías, sombreros y caballos negros lujuriantes, que retozando con gran solemnidad, van por el camino metiéndose con toda la equina animalería cuyo sexo ofrezca dudas.
Lo que en materia de gusto y de arte se le ocurre a un guarango, sólo un invertido puede pensarlo. Verdad es que este último es un enfermo, y el primero un primitivo, un inocente exhibicionista; tal vez un atrofiado del sentido cromático de la visión y del sonido, lo que da por resultado ese indigente del buen gusto y de la oportunidad de todas las cosas de la vida. El guarango, es, pues, un status en la geología especial de nuestra sociedad.
Ha recibido las bendiciones de la instrucción en la forma habitual de inyecciones universitarias; pero es un mendicante de la cultura; su corteza aún demasiado áspera por su proximidad al patán, su abolengo
Pequeños inmigrantes en la escuela
inmediato, resiste al verinissage que debe hacer el hogar de tradición, y a falta de él, la cultura universitaria, cuando no es simplemente profesional y utilitaria como la nuestra. Por eso, aun cuando le veáis médico, abogado, ingeniero o periodista, le sentiréis a la legua ese olorcillo picante al establo y al Asilo del guarango cuadrado, de los pies a la cabeza. Le veréis insinuarse en la mejor sociedad, ser socio de los mejores centros, miembro de asociaciones selectas y resistir como un héroe el cepillo; le veréis hacer esfuerzos para reformarse y se reformará, a veces; pero cuando menos lo esperéis, saltará inesperadamente la recalcitrante estructura que necesita un par de generaciones para dejar la larva que va adherida a la primera.
Por necesidades de sensibilidad, aunque algunos con cierta pudorosa discreción, parecen amar en secreto el cómico lirismo de Flor de un día, que es el canon de sus gustos literarios; llorar la emoción de Lola y la desgracia del interesante don Diego. Viven, aún, en ese período de desarrollo mental en que se admira de buena fe al catalán Serrallonga y se ama al clavel disciplinado y el floripondio ampuloso que hasta hace treinta años llenaba con su olor amable y penetrante la atmósfera de nuestros patios enladrillados. El suicidio por amor, bellísimo ejemplo de regresión social hacia la época wertheriana del paquete romancesco, ¿dónde lo encontraréis sino en esa inocente pareja de guaranguitos, en quienes la inervación emotiva desencajada de su justo equilibrio, ha perdido el gobierno del pensamiento? Esa autoquiria anacrónica es una dolorosa demostración de la influencia que aún conserva sobre su corazón primitivo la emocionante lectura de Oscar y Amanda, Amar o morir y Pablo y Virginia. Tan es un tipo de transición social que el guarango desaparece a la tercera generación para dar lugar a otro tipo.
El canalla es el guarango que ha trepado por la escalera del buen vestir o del dinero, pero con el alma todavía llena de atavismos, en quien, podríamos decirlo abusando de la anatomía sui géneris de los legos, el hígado, por anomalías de la misma especie, derrama sus venenos sobre el corazón en vez de arrojarlos al intestino. A través de la larga domesticación que en él ha experimentado la bestia, hay algo que escapa a la acción del tiempo y de la instrucción, algo que queda permanentemente en su alma, como persiste el luna en la piel, a pesar de la renovación constante de su epitelio; algo que imitando la rudeza de la clasificación heckeriana yo llamaría el apéndice de la canallería. Como esos órganos que al estado rudimentario persisten en el organismo del hombre, recordándole su pasado zoológico, como la misteriosa glándula pineal que recuerda el tercer ojo del batracio remoto, o como el apéndice caudal, que atrofiado y vergonzante aún se ve en la columna vertebral humana, rememorándole su abolengo simiesco bochornoso, así persisten en ciertos hombres hábitos y procederes morales que revelan inmediatamente el alma canallesca que les ha dado el ser. Raspad ese barniz con que dolorosamente ha cubierto la benevolencia social las grietas de esa ánima maculata y vais a ver cómo se dibuja inmediatamente el apéndice consabido, invalidando la amnistía que le ha conferido el sastre y la impunidad de algún diploma pomposo.
El huaso es un guarango de especie más grotesca; piel moral de paquidermo, que araña con su áspero roce, y del cual, por obra del medio, sale el compadre, que es un huaso espiritual morigerado por el contacto urbano y constante sujeción al trabajo callejero, que lo pone en contacto diario con todas las clases.
Hay otra variedad del guarango que difiere de aquel por el menor exhibicionismo de su vida y de sus gustos, tipo esencial y excesivamente conservador, de cierta modestia previsora porque procede de la avaricia y del terror al descubrimiento de la fortuna amasada a costa de su salud tal vez. Representa, entre nosotros, el burgués de otras partes, el improvisado millonario nacido del sortilegio de la lotería y surgido del sembradío inmenso de la colonia o del humeante montón de la tierra fecundada por su noble trabajo. Pero una vez que ha tomado su colocación, no tiene más programa de vida que guardar su dinero, defenderlo de la caridad y del patriotismo que alguna vez golpea a sus puertas, oprimirlo contra su pecho para que no abulte, , regarlo con la leche de la retroventa y de la hipoteca para que se reproduzca pegado a las tetas de la usura que aleja la tisis de las fortunas y es bálsamo confortante de quiebras y dolores. Llegado a esa altura, compra, con poca plata, naturalmente, un título: se llama algunas veces del alto comercio, por ejemplo, y como su programa es el ya notado más arriba, le vais a ver garboso y solemne seguir mansamente a don Juan Manuel de Rosas, admirar a García Moreno, o sonreír a Santos y a Melgarejo, sin escrupulizar mucho en achaques de buen gobierno. Almas desasidas de las cosas ideales que no dan plata, lo mismo es para ellos el despotismo que la libertad, siempre que les conserve su dinero. Pero… ¡ay del gobierno a quien se le sospeche irrespetuoso del centavo ajeno! Porque entonces el enriquecido se levantará heroico en la revolución para entregar su vida… antes que su dinero. El es el que en ese grado de organización pasiva constituye el receptáculo y acaso la incubadora de todo chisme político y social que en forma de literatura periodística distribuye el diarismo multiforme. Como es sanchopancescamente crédulo e iluso, no hay más que redactárselo en cierta forma untuosa y soluble, rotulándolo con la cómica solemnidad con que nuestros periodistas untan para que corra la noticia o la calumnia más inverosímil: a los hombres honrados, a la parte sensata de la opinión, al pueblo ilustrado, y que él, sin sospechar siquiera que el que eso escribe no es, con frecuencia, ni honrado, ni sensato, ni ilustrado, traga el anzuelo y hasta lo digiere, tal es la fuerza de sus jugos digestivos.
Este buergués aureus, en multitud, será temible si la educación nacional no lo modifica con el cepillo de la cultura y la infiltración de otros ideales que lo contengan en su ascensión precipitada hacia el Capitolio.



[i] López: Historia de la Revolución Argentina.
[ii] Elisée Reclus, Geografía, 1876, t. I, p.1.
[iii] Ramos Mejía: Evolución de la democracia argentina, en La Biblioteca.
[iv] Weismann: Essais sur l’hérédité.

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