Prilidiano
Pueyrredón (Buenos Aires, 1823 – San Isidro, 1870): UN ALTO EN EL
CAMPO, óleo sobre tela, 75,5 x 166,5
Prilidiano Pueyrredón |
Tela emblemática del arte
plástico argentino, de formato típicamente apaisado, surcado en diagonal por el
camino de tierra que divide el espacio en dos: a la izquierda se observa un
rancho de adobe, quizá una pulpería, con un par ruedas de carreta apoyadas
contra la pared, un perro echado, un ganso y unas gallinas que se continúan con
una pareja de ancianos. Bajo la copa verde del ombú, que ocupa el primer plano,
un niño juega fustigando a su raíz, como si fuera un caballo; a su lado, la
pava hierve sobre el fuego y una paisana, con el mate en el regazo, se dirige a
un hombre que se acerca con las riendas y el rebenque en la mano, mientras su
caballo pasta a la vera del camino. Entre ambos, un cusquito negro mantiene la
distancia con la cola entre las patas. Detrás, dos gauchos de pie charlan al
amparo de la sombra y una pareja que acaba de llegar está a punto de desmontar.
Más allá, hacia el centro de la tela, dos gauchos que se encuentran dialogan
sentados sobre sus monturas y otros dos se alejan a caballo. A la derecha, el paisaje se
abre por arriba y por detrás de la otra figura que acapara la visual, una carreta tirada por bueyes y detenida
en este extremo del camino. Dentro dos mujeres, atrás una joven erguida mira
cómo una anciana en cuquillas recibe a una niña alzada desde el suelo por un
viejo, al costado de cual, una mujer con rodete está por levantar de las axilas
a una segunda niña. En el fondo, la pampa y el cielo de juntan en el horizonte,
donde un par de vacas pastan mansamente.
A estos antiguos habitantes de
unos suburbios ya transformados por la modernidad, “porteños legítimos
nacido y
criados en las Lomas de Morón”, añoraba Miguel Cané (padre) en una crítica al
cuadro publicada en La Tribuna el mismo año en que fue pintado. Los personajes,
vestidos con "trajes de pueblo", retratan a los gauchos vestidos con el peculiar atuendo
que llevó a Ramos Mejía a compararlos con “sirenas simbólicas”: de la cintura para
arriba lucían las prendas del hombre civilizado (galera y chaqueta), para abajo
las del bárbaro (faja o tirador, bota, calzoncillo cribado y chiripá).
El baño |
Roberto Amigo señala que este cuadro “es
la cabeza de una larga serie de pinturas de costumbres rurales en el arte
argentino, que se adentra en el pasado siglo, cuyo fin ha sido advertir que la nación
moderna posee en el mundo rural el reservorio de una imaginada identidad
argentina” [i].
La siesta |
Pueyrredón fue el autor de
otra innovación en la pintura argentina: de su paleta surgieron los primeros desnudos
femeninos, de los cuales se conservan El Baño (1865) y La Siesta (1865). En
ellos evita el recurso de la literatura y la mitología para la representación del
cuerpo femenino desnudo, como mandaba la regla del decoro del siglo XIX, a fin de
encuadrar la obra dentro del erotismo y no en la pornografía. Esto provocó el
escándalo en la sociedad porteña y le ganó fama de libertino.
Manuelita Rosas |
Siendo hijo de quien fuera Director Supremo de las Provincias del Río de la Pala, en 1835 parte al exilio con su familia. Viven en Europa y en Brasil, regresando
en 1849 a causa de la enfermedad de su padre, que fallece un año después. Al poco
tiempo recibe el encargo de retratar a Manuelita Rosas, su amiga de la
infancia, por una comisión conformada a tal fin, que había definido la
vestimenta y la postura de la retratada. El cuadro supuso todo un desafío
porque debía representar una gran variedad de objetos en color rojo: vestido, moño,
joyas, alfombra, sillón, cortinado, mesa y ramillete. Roberto Amigo entiende
que, junto al retrato de su propio padre y “el inacabado de Magdalena Costa, su amor
rechazado”, forman un “conjunto afectivo”[ii].
Prilidiano, también fue ingeniero. Como
tal, restauró y amplió la capilla del cementerio de la Recoleta, la pirámide de
la Plaza de Mayo, la Casa Rosada, la plaza de la Victoria y realizó los planos
de la mansión Azcuénaga, hoy Quinta de Olivo.
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