Lecturas tangenciales, el placer de hallar como horizonte de un viaje que supuso un curso principal de lecturas. En sus pequeños cauces se origina el mar: letras como dones, chispazos que auguran el ardor de la belleza, cumpliendo promesas nunca formuladas, pedazos del paraíso perdido, ráfagas de felicidad que justifican remar la arena hasta la luna.

Jorge Pablo Yakoncick

domingo, 17 de julio de 2016

Prilidiano Pueyrredón, UN ALTO EN EL CAMPO



Prilidiano Pueyrredón (Buenos Aires, 1823 – San Isidro, 1870): UN ALTO EN EL CAMPO, óleo sobre tela, 75,5 x 166,5
 
Un alto en el campo
Prilidiano Pueyrredón
Tela emblemática del arte plástico argentino, de formato típicamente apaisado, surcado en diagonal por el camino de tierra que divide el espacio en dos: a la izquierda se observa un rancho de adobe, quizá una pulpería, con un par ruedas de carreta apoyadas contra la pared, un perro echado, un ganso y unas gallinas que se continúan con una pareja de ancianos. Bajo la copa verde del ombú, que ocupa el primer plano, un niño juega fustigando a su raíz, como si fuera un caballo; a su lado, la pava hierve sobre el fuego y una paisana, con el mate en el regazo, se dirige a un hombre que se acerca con las riendas y el rebenque en la mano, mientras su caballo pasta a la vera del camino. Entre ambos, un cusquito negro mantiene la distancia con la cola entre las patas. Detrás, dos gauchos de pie charlan al amparo de la sombra y una pareja que acaba de llegar está a punto de desmontar. Más allá, hacia el centro de la tela, dos gauchos que se encuentran dialogan sentados sobre sus monturas y otros dos se alejan a caballo. A la derecha, el paisaje se abre por arriba y por detrás de la otra figura que acapara la visual, una carreta tirada por bueyes y detenida en este extremo del camino. Dentro dos mujeres, atrás una joven erguida mira cómo una anciana en cuquillas recibe a una niña alzada desde el suelo por un viejo, al costado de cual, una mujer con rodete está por levantar de las axilas a una segunda niña. En el fondo, la pampa y el cielo de juntan en el horizonte, donde un par de vacas pastan mansamente.
A estos antiguos habitantes de unos suburbios ya transformados por la modernidad, “porteños legítimos
El baño
nacido y criados en las Lomas de Morón”, añoraba Miguel Cané (padre) en una crítica al cuadro publicada en La Tribuna el mismo año en que fue pintado. Los personajes, vestidos con "trajes de pueblo", retratan a los gauchos vestidos con el peculiar atuendo que llevó a Ramos Mejía a compararlos con “sirenas simbólicas”: de la cintura para arriba lucían las prendas del hombre civilizado (galera y chaqueta), para abajo las del bárbaro (faja o tirador, bota, calzoncillo cribado y chiripá).
Roberto Amigo señala que este cuadro “es la cabeza de una larga serie de pinturas de costumbres rurales en el arte argentino, que se adentra en el pasado siglo, cuyo fin ha sido advertir que la nación moderna posee en el mundo rural el reservorio de una imaginada identidad argentina” [i].
La siesta
Pueyrredón fue el autor de otra innovación en la pintura argentina: de su paleta surgieron los primeros desnudos femeninos, de los cuales se conservan El Baño (1865) y La Siesta (1865). En ellos evita el recurso de la literatura y la mitología para la representación del cuerpo femenino desnudo, como mandaba la regla del decoro del siglo XIX, a fin de encuadrar la obra dentro del erotismo y no en la pornografía. Esto provocó el escándalo en la sociedad porteña y le ganó fama de libertino.
Manuelita Rosas
Siendo hijo de quien fuera Director Supremo de las Provincias del Río de la Pala, en 1835 parte al exilio con su familia. Viven en Europa y en Brasil, regresando en 1849 a causa de la enfermedad de su padre, que fallece un año después. Al poco tiempo recibe el encargo de retratar a Manuelita Rosas, su amiga de la infancia, por una comisión conformada a tal fin, que había definido la vestimenta y la postura de la retratada. El cuadro supuso todo un desafío porque debía representar una gran variedad de objetos en color rojo: vestido, moño, joyas, alfombra, sillón, cortinado, mesa y ramillete. Roberto Amigo entiende que, junto al retrato de su propio padre y “el inacabado de Magdalena Costa, su amor rechazado”, forman un “conjunto afectivo”[ii].
Prilidiano, también fue ingeniero. Como tal, restauró y amplió la capilla del cementerio de la Recoleta, la pirámide de la Plaza de Mayo, la Casa Rosada, la plaza de la Victoria y realizó los planos de la mansión Azcuénaga, hoy Quinta de Olivo.


[i] Arte siglo XIX. Parte 2. MNBA, Clarín, Bs. As., 2010
[ii] Ibid.

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