Lecturas tangenciales, el placer de hallar como horizonte de un viaje que supuso un curso principal de lecturas. En sus pequeños cauces se origina el mar: letras como dones, chispazos que auguran el ardor de la belleza, cumpliendo promesas nunca formuladas, pedazos del paraíso perdido, ráfagas de felicidad que justifican remar la arena hasta la luna.

Jorge Pablo Yakoncick

sábado, 28 de enero de 2017

Aldo Oliva: EL FUSILAMIENTO DE PENINA


Aldo Oliva
EL FUSILAMIENTO DE PENINA
Puño y Letra Editorialismo de Base, Rosario, 2012.
Colección / Presentes Ahora y Siempre.

Aldo Oliva
El 6 de septiembre de 1930 es derrocado el gobierno constitucional bajo la presidencia de don Hipólito Yrigoyen por un golpe militar encabezado por el teniente general José F. Uriburu. Los motivos del golpe y los sectores económico-sociales que expre­saba son bastante conocidos y existe una densa bibliografía al respecto. Los gobiernos provinciales y municipales, obviamente, fueron intervenidos, tratándose de impedir la formación de cual­quier foco de resistencia. Esta resistencia, por otra parte, no cuajó hasta el levantamiento del coronel Pomar y, en principio, apenas si se manifestó con algunos tiroteos aislados en la Capital Fede­ral, que fueron magnificados por la Junta Provisoria y la prensa en general en las exequias de un cadete, muerto, presumiblemen­te por un francotirador.
La Junta  Provisoria de Gobierno, sin embargo, creyó necesario decretar la implantación del Estado de Sitio y la ley Marcial, sintetizados en el famoso Bando del 6 de septiembre de 1930.
La inestabilidad social, el oportunismo de la demagogia política de la totalidad de los partidos y el deterioro de los tímidos proyectos económicos del radicalismo, plagados de contradicciones, signaron el último año del gobierno de Yrigoyen.
En esa coyuntura, ninguna alternativa objetiva tenía posibilida­des de consenso popular homogéneo como para que se previera una oposición que implicara riesgo al nuevo gobierno.
De modo que el Bando, que establecía la pena de muerte sin proceso alguno, perdía en gran medida su validez preventiva e insinuaba la reaparición histórica de las virtualidades de esta hi­pótesis: en determinadas circunstancias las previsiones penales del derecho formal, cuando se transfieren a la dinámica de los hechos históricos, inhiben los títulos de su neutralidad abstracta y ciernen su contenido intencional, su intencionalidad represiva.
La historia de la “década infame” ilustrará hasta el hartazgo el escarnio que la justicia se hace a sí misma cuando opera, objetiva­mente, como justicia de clase; y si bien, antes y después, los hitos de la represión política, en el país, ofrecen testimonios aún más tremendos, la pureza ejemplar con que se inicia el revanchismo clasista del golpe militar-oligárquico del 30, está inscripta en un momento del proceso cuyas líneas de tendencia intentaremos, por lo menos, bosquejar.
En ese ámbito, la faz represiva tiene su “acta de fundación”: el fusilamiento del obrero anarquista Joaquín Penina, en Rosario, el 10 de septiembre de 1930. La revolución triunfante está represen­tada en Rosario por dos hombres: el teniente coronel Rodolfo M. Lebrero, jefe del Regimiento 11 de Infantería, que asume la Jefa­tura de Policía, y don Alejandro Carrasco, que se hace cargo de la Intendencia Municipal. Ambos coinciden en el reaccionarismo político y en el autoritarismo barnizado de ética; ambos, a la vez, son permeables a las intrigas y a las complicidades entre “caballe­ros” cuando se trata de la represión obrera o estudiantil.
Por otra parte, el cortejo oportunista de amplios sectores de la democracia progresista, del
Edición Bibloteca C. C. Vigil
socialismo y del antipersonalismo radical se muestra sensible a la connivencia y a la “depuración patriótica” del país. La clase media profesional rosarina, incrus­tada directa o indirectamente en los entes de poder (judicial, ad­ministrador, periodístico, policial, jerárquico, etc.) está dispuesta a terminar con el “caos” del régimen yrigoyenista. Pero Yrigoyen ha caído y, al parecer, con él, los agentes de la inmoralidad y del cohecho administrativo. En principio, no se efectúan actos en la ciudad que parezcan insinuar una resistencia. Sin embargo, se creería que hay una excepción. Tal lo supone, por lo menos, el Jefe de Investigaciones de la Policía de Rosario, Félix V. de la Fuente, cuando informa al teniente coronel Lebrero “que los anarquistas y comunistas constituían un gran peligro”.
De hecho, la historia de los años precedentes está agitada, en Ro­sario, por las huelgas y las movilizaciones de los gremios adheridos a la Federación Obrera de la República Argentina (FORA) y por el activismo anarquista. La muerte de la obrera Luisa Laliana por la policía, al reprimir una manifestación; el atentado en que el subcomisario Juan Velar, Jefe de Orden Social, famoso torturador de activistas obreros, resultó con el rostro mutilado; el asesinato del anarquista Agostino Cremonessi, presunto infi­dente utilizado por la policía, son, apenas, algunos episodios de la específica actividad represiva que cumplía la policía en pleno gobierno de Yrigoyen.
Esta tradición de lucha contra el “extremismo” iba a eslabonarse con la exigencia “purificadora” de los grupos sociales beneficia­rios del golpe del 6 de septiembre y el Bando de la Junta Provisio­nal se recortaba así, nítidamente, como la superación instrumen­tal de la amenaza que las ambigüedades cómplices del populis­mo yrigoyenista no lograban disipar: la agitación obrera en plena crisis de recambio de la estructuración capitalista dependiente en el país.
El sentimiento de estar amenazados por designios extranjerizantes y antinacionales cargó de ideología reaccionaria y xenófoba tanto a los textos como a las instituciones de derecha; pero, en rigor, era difusamente compartido por amplias capas de la sociedad y reaparecía, incluso, bajo la forma de cauto reformismo y de elitismo ético, en algunos partidos que se decían de izquierda.
Sugestivamente, el peligro era adjudicado no a su agente real, el imperialismo, sino a los sectores combativos de las clases productoras, salvo el oportunismo obrerista —condicionado por su situación de opositores— de algunas posiciones del Partido Socialista y del yrigoyenismo ortodoxo.
La revolución del 6 de septiembre de 1930 aparece, entonces, como la circunstancia inmediata de los hechos que vamos a expo­ner si nos atenemos a las posibilidades represivas que la reestructuración institucional, decidida por los sectores de la oligarquía golpista, abrió a la caída de Yrigoyen.
Pero, en realidad, las condiciones de “necesidad” de un control social que implicaban el secuestro, la deportación, la tortura y el asesinato, crecen en un complejo diagrama en cuya estructura se dibujan y emergen los nudos de entrecruzamiento entre: a) el proceso de expansión del capitalismo dependiente de base agro­pecuaria y de la consecuente inversión imperialista financiera en infraestructura y servicios (cuyos límites ya en 1930 son ostensi­bles) y; b) la lucha de clases.
El comportamiento de las clases usufructuarias de esta situación se plegó al movimiento de las fluctuaciones de magnitudes resul­tantes de esta relación: EXPLOTACIÓN PRODUCTIVA-EXPORTACIÓN, independientemente de que se expresara en el poder político o fuera de él.
Las variantes de las propuestas de los diferentes sectores de cla­se —y de sus partidos políticos—, en el amplio friso de la burgue­sía argentina, referían la superación de sus contradicciones, fundamentalmente, a la lucha instalada en los niveles del segundo término de aquella relación: variando los márgenes comerciales de dependencia, atizando los grados de proteccionismo estatal, privilegiando tipos y cuotas de exportación, promoviendo áreas productivas, etc. Pero, en una zona no tan visible, fue gestándose una dinámica que, en definitiva, se devela como el centro mismo de la contradicción: la operada por la estructuración capitalista de las clases no poseedoras, fuerza de trabajo en la explotación productiva.
A partir de principios de siglo esta situación se potencia ideológicamente, con signo de izquierda, por la composición inmigratoria del proletariado urbano y rural.
Esta incidencia ideológica detona en un ámbito social sostenido por un desarrollo capitalista incipiente, que crece con una acele­rada pérdida de autonomía.
Para este proletariado, radicalizado pero débil, como la infraestructura que lo sostenía, la única alternativa es la revolu­ción social; y así es asumida como conciencia subjetiva de la clase.
La burguesía en su conjunto, aunque no todos los sectores lo confiesen, actúa frente al enemigo con la misma óptica de clase, en una especie de trasfondo absoluto, cristalizado en la represión policial y en las vindicaciones de las intervenciones militares.
No se me escapa que las generalizaciones que anteceden pueden dejar irresueltos una serie de equívocos. Tal vez, por ejemplo, se pueda indicar la presunción de que en el texto se confunde el radicalismo teórico de la vanguardia anarquista, con el compor­tamiento objetivo del proletariado en la lucha de clases.
Edición El Viejo Toro
Pero —incluso dejando de lado el hecho de que, en la etapa que estamos considerando, las formas organizadas del proletariado en la Argentina adherían casi sin excepción a las variantes de las posiciones anarquistas—, mi intención ha sido remarcar lo si­guiente: en el primer cuarto de siglo, dos sectores, por lo menos, de la burguesía nacional —con diferente situación de dependen­cia del imperialismo— comparten, alternativa y concomitante­mente, el poder de Estado en el país.
Las contradicciones entre esos sectores se manifiestan en la lu­cha por la magnitud de control de ese poder de Estado. Pero lo que torna en gran medida secundario este antagonismo es el con­senso de la totalidad de la burguesía en preservar (y, virtualmente, acrecentar) los aparatos represivos de Estado. ¿Qué sentido tiene esto? Sólo uno: la necesidad de enfrentar a un enemigo común, la clase productora. Empero, en los márgenes de desarrollo capita­lista (dependiente) en Argentina hasta 1930, esa clase productora no alcanza los niveles de concentración y de diversificación pro­ductiva como para que, en relaciones de fuerzas favorables, aspi­re a la apropiación del (o a la participación en el) poder de Estado. En cambio, sí dinamiza su lucha en el enfrentamiento con la faz visible (diríamos “personalizada”) del Estado: su aparato represi­vo. En estas condiciones, la forma “política” del proceso de lucha no emerge como tal: se absorbe, se sublima en la instantaneidad de la colisión social. La teoría anarquista era apta para expresar y respaldar prácticamente esta situación. Y esto, independiente­mente de las variantes “principistas” que se manifestaban en su actividad revolucionaria.
Aquí es necesario hacer algunas consideraciones. Para simpli­ficar, tomemos las tesis anarquistas que pueden aparecer como posiciones polares: a) la acción directa, terrorista, expropiadora; b) la antiviolencia resistente y difusora de teoría.
¿Es posible o legítimo que esta oposición así formulada se di­suelva en la identidad modular de “un proyecto” revolucionario anarquista? Resulta difícil concebirlo. Sin embargo, en ambos ca­sos se trata de operar una relación negativa con la sociedad autori­taria. Esta negación es un proceso de supresión de los medios con que se ejerce el autoritarismo, ya sea de los que se institucionali­zan como aparatos represivos de Estado (incluyendo los soportes económicos de la sociedad que los gesta), ya sea que se trate de los aparatos ideológicos de Estado.
Esta negación —su presión se activa bajo una cerrada concep­ción clasista que no excluye el personalismo militante— de no pertenencia a la estructura social combatida, cuya zona de deslin­de se asume como absolutamente radical; es decir, despojada de cualquier forma de mediación transitiva. La existencia de esta “fi­sura” social, para el anarquismo no es, estrictamente, la expresión de una circunstancia histórica; es la verdad nuclear, absoluta, de la estructuración de las sociedades.
Apropiarse de esta verdad, negarse a ella en la pura inmediatez de la intencionalidad intelectual ya supone la instalación súbita en la revolución social. La implementación práctica de esta con­cepción revolucionaria, que inhibía —por lo menos, teóricamen­te— la consideración dialéctica de las coyunturas, sobrecargó de intelectualismo y de eticismo a la vanguardia proletaria. Ante esto la respuesta (ideológica) de la burguesía fue, de hecho, mo­nolítica: la revolución social era el acto universalizado y concerta­do de la INTELIGENCIA (extranjera) y de la MORAL (corrupta), es decir, de la antiinteligencia y de la antimoral. La lucha era en­tonces frontal y “originaria” y, desde esa perspectiva, todo medio estaba no solamente justificado sino exigido.
Para este fuero ideológico, entre Penina, el antiviolento, y Di Giovanni, el terrorista expropiador, no existirían diferencias.
De aquí se desprende también que la punición de un acto puni­ble no exija ni siquiera la existencia de ese acto.
Joaquín Penina
Todas las evidencias indican que los tres “hombres de ideas avanzadas”, “fusilados”, son los obreros: Penina, Portas y Cons­tantini. La noticia de este “fusilamiento” aparece en la edición del 10 de septiembre de 1930 del diario La Capital de Rosario. Ahora bien, se puede afirmar, irrefutablemente, que en el momento de la aparición del diario los tres hombres gozaban de buena salud.
En efecto, se leerá más adelante que Portas y Constantini nunca fueron fusilados. Y en cuanto a Penina, recién fue fusilado en la noche del 10 de septiembre. Estas “previsiones” nocturnas de un diario matutino sólo son explicables si aceptamos que, sin verifi­carla, se admitió una información policial falsa.
Así fue. Al amparo de la fuerza represiva, el esplendor ideológico de la derecha gestó en la cabeza de un alto oficial del ejérccito argentino una asombroso silogismo que culminaría así: a todos los individuos "fusilables" podemos darlos por "fusilados" (conclusión lógica) y, en lo posible, fusilarlos (conclusión práctica).

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