Aldo Oliva
EL FUSILAMIENTO DE PENINA
Puño y Letra Editorialismo de Base, Rosario, 2012.
Colección / Presentes Ahora y Siempre.
Aldo Oliva |
La Junta Provisoria de Gobierno, sin embargo, creyó necesario decretar la implantación del Estado de Sitio y la ley Marcial, sintetizados en el famoso Bando del 6 de septiembre de 1930.
La inestabilidad social, el oportunismo de la demagogia política de la totalidad de los partidos y el deterioro de los tímidos proyectos económicos del radicalismo, plagados de contradicciones, signaron el último año del gobierno de Yrigoyen.
En esa coyuntura, ninguna
alternativa objetiva tenía posibilidades de consenso popular homogéneo como
para que se previera una oposición que implicara riesgo al nuevo gobierno.
De modo que el Bando, que
establecía la pena de muerte sin proceso alguno, perdía en gran medida su
validez preventiva e insinuaba la reaparición histórica de las virtualidades de
esta hipótesis: en determinadas circunstancias las previsiones penales del
derecho formal, cuando se transfieren a la dinámica de los hechos históricos,
inhiben los títulos de su neutralidad abstracta y ciernen su contenido
intencional, su intencionalidad represiva.
La historia de la “década infame”
ilustrará hasta el hartazgo el escarnio que la justicia se hace a sí misma
cuando opera, objetivamente, como justicia de clase; y si bien, antes y
después, los hitos de la represión política, en el país, ofrecen testimonios
aún más tremendos, la pureza ejemplar con que se inicia el revanchismo clasista
del golpe militar-oligárquico del 30, está inscripta en un momento del proceso
cuyas líneas de tendencia intentaremos, por lo menos, bosquejar.
En ese ámbito, la faz represiva
tiene su “acta de fundación”: el fusilamiento del obrero anarquista Joaquín
Penina, en Rosario, el 10 de septiembre de 1930. La revolución triunfante está
representada en Rosario por dos hombres: el teniente coronel Rodolfo M.
Lebrero, jefe del Regimiento 11 de Infantería, que asume la Jefatura de
Policía, y don Alejandro Carrasco, que se hace cargo de la Intendencia
Municipal. Ambos coinciden en el reaccionarismo político y en el autoritarismo
barnizado de ética; ambos, a la vez, son permeables a las intrigas y a las
complicidades entre “caballeros” cuando se trata de la represión obrera o
estudiantil.
Por otra parte, el cortejo
oportunista de amplios sectores de la democracia progresista, del
socialismo y
del antipersonalismo radical se muestra sensible a la connivencia y a la
“depuración patriótica” del país. La clase media profesional rosarina, incrustada
directa o indirectamente en los entes de poder (judicial, administrador,
periodístico, policial, jerárquico, etc.) está dispuesta a terminar con el
“caos” del régimen yrigoyenista. Pero Yrigoyen ha caído y, al parecer, con él,
los agentes de la inmoralidad y del cohecho administrativo. En principio, no se
efectúan actos en la ciudad que parezcan insinuar una resistencia. Sin embargo,
se creería que hay una excepción. Tal lo supone, por lo menos, el Jefe de
Investigaciones de la Policía de Rosario, Félix V. de la Fuente, cuando informa
al teniente coronel Lebrero “que los anarquistas y comunistas constituían un
gran peligro”.
Edición Bibloteca C. C. Vigil |
De hecho, la historia de los años
precedentes está agitada, en Rosario, por las huelgas y las movilizaciones de
los gremios adheridos a la Federación Obrera de la República Argentina (FORA) y
por el activismo anarquista. La muerte de la obrera Luisa Laliana por la
policía, al reprimir una manifestación; el atentado en que el subcomisario Juan
Velar, Jefe de Orden Social, famoso torturador de activistas obreros, resultó
con el rostro mutilado; el asesinato del anarquista Agostino Cremonessi,
presunto infidente utilizado por la policía, son, apenas, algunos episodios de
la específica actividad represiva que cumplía la policía en pleno gobierno de
Yrigoyen.
Esta tradición de lucha contra el
“extremismo” iba a eslabonarse con la exigencia “purificadora” de los grupos
sociales beneficiarios del golpe del 6 de septiembre y el Bando de la Junta
Provisional se recortaba así, nítidamente, como la superación instrumental de
la amenaza que las ambigüedades cómplices del populismo yrigoyenista no
lograban disipar: la agitación obrera en plena crisis de recambio de la
estructuración capitalista dependiente en el país.
El sentimiento de estar amenazados por designios extranjerizantes y antinacionales cargó de ideología reaccionaria y xenófoba tanto a los textos como a las instituciones de derecha; pero, en rigor, era difusamente compartido por amplias capas de la sociedad y reaparecía, incluso, bajo la forma de cauto reformismo y de elitismo ético, en algunos partidos que se decían de izquierda.
Sugestivamente, el peligro era
adjudicado no a su agente real, el imperialismo, sino a los sectores combativos
de las clases productoras, salvo el oportunismo obrerista —condicionado por su
situación de opositores— de algunas posiciones del Partido Socialista y del
yrigoyenismo ortodoxo.
La revolución del 6 de septiembre
de 1930 aparece, entonces, como la circunstancia inmediata de los hechos que
vamos a exponer si nos atenemos a las posibilidades represivas que la reestructuración
institucional, decidida por los sectores de la oligarquía golpista, abrió a la
caída de Yrigoyen.
Pero, en realidad, las
condiciones de “necesidad” de un control social que implicaban el secuestro, la
deportación, la tortura y el asesinato, crecen en un complejo diagrama en cuya
estructura se dibujan y emergen los nudos de entrecruzamiento entre: a) el proceso
de expansión del capitalismo dependiente de base agropecuaria y de la
consecuente inversión imperialista financiera en infraestructura y servicios
(cuyos límites ya en 1930 son ostensibles) y; b) la lucha de clases.
El comportamiento de las clases
usufructuarias de esta situación se plegó al movimiento de las fluctuaciones de
magnitudes resultantes de esta relación: EXPLOTACIÓN PRODUCTIVA-EXPORTACIÓN,
independientemente de que se expresara en el poder político o fuera de él.
Las variantes de las propuestas
de los diferentes sectores de clase —y de sus partidos políticos—, en el
amplio friso de la burguesía argentina, referían la superación de sus
contradicciones, fundamentalmente, a la lucha instalada en los niveles del
segundo término de aquella relación: variando los márgenes comerciales de
dependencia, atizando los grados de proteccionismo estatal, privilegiando tipos
y cuotas de exportación, promoviendo áreas productivas, etc. Pero, en una zona
no tan visible, fue gestándose una dinámica que, en definitiva, se devela como
el centro mismo de la contradicción: la operada por la estructuración
capitalista de las clases no poseedoras, fuerza de trabajo en la explotación
productiva.
A partir de principios de siglo
esta situación se potencia ideológicamente, con signo de izquierda, por la
composición inmigratoria del proletariado urbano y rural.
Esta incidencia ideológica detona
en un ámbito social sostenido por un desarrollo capitalista incipiente, que
crece con una acelerada pérdida de autonomía.
Para este proletariado,
radicalizado pero débil, como la infraestructura que lo sostenía, la única
alternativa es la revolución social; y así es asumida como conciencia
subjetiva de la clase.
La burguesía en su conjunto,
aunque no todos los sectores lo confiesen, actúa frente al enemigo con la misma
óptica de clase, en una especie de trasfondo absoluto, cristalizado en la
represión policial y en las vindicaciones de las intervenciones militares.
No se me escapa que las
generalizaciones que anteceden pueden dejar irresueltos una serie de equívocos.
Tal vez, por ejemplo, se pueda indicar la presunción de que en el texto se
confunde el radicalismo teórico de la vanguardia anarquista, con el comportamiento
objetivo del proletariado en la lucha de clases.
Edición El Viejo Toro |
Las contradicciones entre esos sectores
se manifiestan en la lucha por la magnitud de control de ese poder de Estado.
Pero lo que torna en gran medida secundario este antagonismo es el consenso de
la totalidad de la burguesía en preservar (y, virtualmente, acrecentar)
los aparatos represivos de Estado. ¿Qué sentido tiene esto? Sólo uno: la
necesidad de enfrentar a un enemigo común, la clase productora. Empero, en los
márgenes de desarrollo capitalista (dependiente) en Argentina hasta 1930, esa
clase productora no alcanza los niveles de concentración y de diversificación
productiva como para que, en relaciones de fuerzas favorables, aspire a la
apropiación del (o a la participación en el) poder de Estado. En cambio, sí
dinamiza su lucha en el enfrentamiento con la faz visible (diríamos
“personalizada”) del Estado: su aparato represivo. En estas condiciones, la
forma “política” del proceso de lucha no emerge como tal: se absorbe, se
sublima en la instantaneidad de la colisión social. La teoría anarquista era
apta para expresar y respaldar prácticamente esta situación. Y esto,
independientemente de las variantes “principistas” que se manifestaban en su
actividad revolucionaria.
Aquí es necesario hacer algunas
consideraciones. Para simplificar, tomemos las tesis anarquistas que pueden
aparecer como posiciones polares: a) la acción directa, terrorista,
expropiadora; b) la antiviolencia resistente y difusora de teoría.
¿Es posible o legítimo que esta
oposición así formulada se disuelva en la identidad modular de “un proyecto”
revolucionario anarquista? Resulta difícil concebirlo. Sin embargo, en ambos casos
se trata de operar una relación negativa con la sociedad autoritaria.
Esta negación es un proceso de supresión de los medios con que se ejerce
el autoritarismo, ya sea de los que se institucionalizan como aparatos
represivos de Estado (incluyendo los soportes económicos de la sociedad que los
gesta), ya sea que se trate de los aparatos ideológicos de Estado.
Esta negación —su presión se
activa bajo una cerrada concepción clasista que no excluye el personalismo
militante— de no pertenencia a la estructura social combatida, cuya zona de
deslinde se asume como absolutamente radical; es decir, despojada de cualquier
forma de mediación transitiva. La existencia de esta “fisura” social, para el
anarquismo no es, estrictamente, la expresión de una circunstancia histórica;
es la verdad nuclear, absoluta, de la estructuración de las sociedades.
Apropiarse de esta verdad,
negarse a ella en la pura inmediatez de la intencionalidad intelectual ya
supone la instalación súbita en la revolución social. La implementación
práctica de esta concepción revolucionaria, que inhibía —por lo menos,
teóricamente— la consideración dialéctica de las coyunturas, sobrecargó de
intelectualismo y de eticismo a la vanguardia proletaria. Ante esto la
respuesta (ideológica) de la burguesía fue, de hecho, monolítica: la
revolución social era el acto universalizado y concertado de la INTELIGENCIA
(extranjera) y de la MORAL (corrupta), es decir, de la antiinteligencia y de la
antimoral. La lucha era entonces frontal y “originaria” y, desde esa
perspectiva, todo medio estaba no solamente justificado sino exigido.
Para este fuero ideológico, entre
Penina, el antiviolento, y Di Giovanni, el terrorista expropiador, no
existirían diferencias.
De aquí se desprende también que
la punición de un acto punible no exija ni siquiera la existencia de ese acto.
Joaquín Penina |
En efecto, se leerá más adelante
que Portas y Constantini nunca fueron fusilados. Y en cuanto a Penina, recién
fue fusilado en la noche del 10 de septiembre. Estas “previsiones” nocturnas de
un diario matutino sólo son explicables si aceptamos que, sin verificarla, se
admitió una información policial falsa.
Así fue. Al amparo de la fuerza represiva, el esplendor ideológico de la derecha gestó en la cabeza de un alto oficial del ejérccito argentino una asombroso silogismo que culminaría así: a todos los individuos "fusilables" podemos darlos por "fusilados" (conclusión lógica) y, en lo posible, fusilarlos (conclusión práctica).
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