Lecturas tangenciales, el placer de hallar como horizonte de un viaje que supuso un curso principal de lecturas. En sus pequeños cauces se origina el mar: letras como dones, chispazos que auguran el ardor de la belleza, cumpliendo promesas nunca formuladas, pedazos del paraíso perdido, ráfagas de felicidad que justifican remar la arena hasta la luna.

Jorge Pablo Yakoncick

sábado, 28 de enero de 2017

Subtte. Jorge Rodríguez: LAS CONFESIONES DEL VERDUGO



Subtte. Jorge Rodríguez
LAS CONFESIONES DEL VERDUGO
Diario La Provincia, Santa Fe, 1932. Publicado en Fernando Quesada, “El Primer Anarquista Fusilado”, Ed. Destellos SRL, Buenos Aires, 1974.

El 10 de setiembre de 1930 yo desempeñaba el puesto de oficial de guardia de la Jefatura de Policía de Rosario. Como de costumbre, me retiré ese día de 20 a 22 a cenar a mi domicilio. Mientras tanto, quedó desempeñando mi puesto el capitán Luis M. Sarmiento, comandante de la 5ª Compañía del regimiento 11 de Infantería.
Llegué puntualmente a la hora de relevo, y al entrar en el patio que está frente a la guardia policial del Departamento, el capitán Sarmiento me llamó aparte y me comunicó que por orden del señor Jefe tenía que llevar a cabo la ejecución de un individuo.
Jefatura de Policía de Rosario
Mi capitán –le dije- me gustaría saber de qué clase de delincuente se trata; porque si fuera un ladrón o un delincuente común, me causaría pena y repugnancia tener que cumplir la orden.
Me aclaró, entonces, que se trataba de un anarquista, que había sido sorprendido imprimiendo panfletos incitando al pueblo y a la tropa contra las autoridades que regían el país.
Siendo yo el único oficial presente en la Jefatura, tenía, contra mis sentimientos, y bajo el peso de una gran repugnancia que llevar a cabo la ejecución de un hombre por el solo delito de no pensar como los que gobernaban y amordazaban al país. La ley Marcial, vigente en toda su sangrienta fuerza, hubiera caído sobre mí al negarme a cumplir una orden del servicio. “Insubordinación” era la palabra que me hubiera envuelto en la desgracia y me hubiera llevado, no al lado, sino frente al pelotón de los tiradores.
Cercanos al lugar donde yo acababa de recibir la orden, había un grupo de agentes de policía. En otro grupo, algo más distantes, conversaban varios soldados de la Compañía de Ametralladoras. A esta compañía le había tocado ese día guardia en la Jefatura.
Ignoro si alguien escuchó la conversación en la que se me impartió la orden. Ignoro también quién hizo la designación de los tres soldados ejecutores y del suboficial al mando del pelotón.
El pelotón estaba armado de pistolas Colt únicamente. Yo pregunté si “les haría armar con carabinas”, como correspondía. No sé qué obstáculos existían, por los cuales no se llevaba el arma reglamentaria.
Serían las 22:20 cuando se dio la orden de partir. En el camión celular, donde iba el detenido cuyo nombre ignoraba e ignoré mucho tiempo, subieron los tres soldados, el suboficial de Ametralladoras, un empleado de investigaciones y yo.
En dos automóviles de los cuales uno precedía y el otro seguía al camión, iban el comisario de órdenes, mayor Carlos Ricchieri; el capitán Luis M. Sarmiento; el señor Ángel Benavídez y unos cuatro más, cuyos nombres desconozco. Sólo sé que, en el momento de la ejecución, la presenciaron unas diez personas.
Pelotón policia de Rosario
El trayecto a través de las calles de Rosario fue el siguiente: Moreno, Santa Fe, Dorrego, hasta Ayolas; San Martín, avenida Arijón y, atravesando el puente sobre el arroyo Saladillo, el camino de tierra que conduce hacia el sureste de Pueblo Nuevo.
Unos trescientos cincuenta metros después del puente, y a la izquierda del camino por el cual marchábamos, la segunda compañía del regimiento 11 de Infantería ha construido, cavando la barranca, un “stand” para tiro de fusil ametralladora, que tiene la forma de una U. Cuando el camión llegó allí, el auto que nos precedía ya había hecho alto y los que lo ocupaban nos dieron orden de que nos detuviéramos.
La noche era suavemente fresca, de una luna fuerte, que por momentos ocultaban las nubes. Hasta ese momento no había sentido fuertemente en mí la impresión de la orden que tenía que cumplir. Pero el aspecto triste y desolado de las quebradas de ese lugar, el mirar temeroso e interrogante de los soldados, y el pensar que tendría que apagar una vida en una noche que era más hecha para soñar que para morir, empezaron a influir sobre mí desde el instante en que pisé la tierra, la que iba a ser manchada con la sangre de un obrero…
No conocía ni el nombre ni el aspecto del detenido. Sólo sabía de su delito. Frente al sur se detuvo el camión. Bajaron los tres soldados y el suboficial, colocándose a la izquierda, junto al borde del camino y frente a él.
Desde el grupo de presentes, donde se hallaba mi superior, salió la orden: “¡Haga cargar las armas!”.
-¡Carguen! –dije.
En ese instante, por la escalerilla trasera del camión bajaba el que iba a morir.
Venía con las manos esposadas atrás y cuando sus humildes botines de caña tocaron la tierra que iba a besar su cadáver, halló frente a sí a aquellos a quienes habían dicho: “¡Maten!”. Sintió el ruido de la carga de las pistolas, y entonces yo, que lo tenía a un paso, lo vi abrir los ojos en mirada de asombro, y rápidamente comprender…
Dio un medio paso atrás y, más que hombre le vi erguirse enseguida, morderse el labio inferior como si prefiriera sentir el dolor de su carne mas no el temor. Decididamente dio un paso adelante y, después, ya a paso natural, se dirigió hacia la muerte…
El suboficial lo acompañaba apoyándole suavemente la mano sobre el hombro izquierdo; no se dejó conducir. No dijo una palabra.
Yo iba detrás, a pocos pasos. Desde que lo había visto bajar, en mi frente y en mis ojos sentía que se había posado un velo de extrañeza y de irrealidad. Obraba mecánicamente, llevado hacia donde sentía una orden.
-¡Ahí!... –dijo alguien.
El detenido hizo alto y bruscamente se dio vuelta, quedando frente a mí y al pelotón que yo tenía que comandar.
La luz de la luna, oculta por momentos, caía casi perpendicular. Serían las once de la noche.
Entre él y nosotros había unos nueve metros. De un lado, el valor y la muerte. Del mío, la repugnancia y la vergüenza…
Puente sobre el arroyo Saladillo
Pensé en ese momento por qué ese hombre, que yo desconocía, no sería un enemigo de mi vida, a quien tuviera armado frente a mí, pronto para matar o defenderse. Pensé que cuánto más valor y sangre fría necesitaría frente a él, esposado pero no vencido, que delante de alguien que pudiera matar. No quise prolongar la valiente agonía de ese hombre.
El suboficial se retiró hacia el pelotón; antes de que llegara a mí, yo ordené:
-“¡Apunten!”...
Entonces el reo giró la cabeza hacia la izquierda, y mirando con odio al grupo que presenciaba la ejecución, y que estaba a unos quince metros de él, gritó:
-“¡Viva la anarquía!” –con un pronunciado acento catalán.
Su voz era templada. Yo no vi temor.
-“¡Fuego!” –ordené sin ver ya nada. Tres tiros.
Doblando las rodillas, se inclinó lentamente hacia adelante, entre gemidos sordos, y comenzó a girar sobre sí mismo y hacia el lado derecho. No caía, y no quise prolongar su segunda agonía de la carne, y sin mirar ni apuntar, hice fuego hacia él. Dos soldados más, sin saber, hicieron fuego también.
Porque por apresurar el instante, y acortar el dolor de ese hombre, yo hice las cosas tan nerviosamente, que me olvidé de mandar: “Alto el fuego”.
Al sentir la segunda descarga, volví en mí y mandé:
-“¡Alto el fuego! ¡Colocar el seguro!”.
El ejecutado, mientras tanto, sobre quien cayó la segunda descarga, había redoblado, al recibirla, su segundo gemido de dolor; encogiéndose más y más, completó tres cuartos de vuelta sobre sí mismo y cayó para siempre, pecho en tierra, la cara aplastada sobre ella.
Salí al frente del pelotón hasta colocarme a unos dos pasos del caído, que aún temblaba sobre el polvo, pero ya sin gemir. Sin mirar casi, tiré.
Parece que no di en él, porque sentí una voz que me dijo:
-“¡A la cabeza!”
Entonces tiré de nuevo, e instantáneamente el reo quedó inmóvil. Inmóvil para siempre…
Fui hasta mi capitán y le dije:
-“¡He cumplido la orden!”.
Todos nos acercamos entonces hasta donde estaba el cadáver del que había sido Joaquín Penina, y alguien dijo:
-“¡Fue un valiente hasta último momento!”.
Fotos ficha policial de Joaquín Penina
Allí pude ver bien, ya muerto, a su tipo; vestía pobremente. Zapatos de caña; pantalón, no sé si de fantasía a marrón oscuro, pues la escasa luz de la luna, en ese instante, no permitía distinguir bien. Un saco, también de color oscuro. Era rubio y de estatura pequeña; cabellera desmelenada y cara pálida. Representaba unos 25 ó 26 años.
No sé quién de los del grupo ordenó que se le revisara. De sus bolsillos se sacaron dos o tres galletas marineras muy duras y en parte comidas; un trozo de papel de diario sin ninguna importancia, y un giro de cinco pesetas para su hermano de Barcelona, en España…
El giro no llegó a mis manos ni sé tampoco quién se lo llevó.
Sobre el camino ya esperaba la ambulancia a sangre de la Asistencia Pública. Lo colocamos en la camilla, con dolor, y lo llevamos hasta ella. Al alzarlo hasta el carro-ambulancia, la parte trasera de la camilla chocó con el borde de la entrada de aquél y el cadáver cayó al suelo, haciendo un ruido sordo. Lo volvimos a alzar. En su traje humilde, el polvo se había pegado en su sangre y formaba coágulos de un rojo gris; manchones que plateaba la luna. Empujamos la angarilla y la cortina de la ambulancia se corrió.
Desde ese momento no sé cuál habrá sido el camino que siguió ni la tumba que encontró el cadáver de Joaquín Penina.
Apenas un minuto habría transcurrido desde el momento que bajó del carro celular, hasta que nos halló con su último suspiro.
El camino de vuelta fue largamente silencioso. Ya en la Jefatura, interrogué a los soldados sobre la emoción que habían sentido y traté de hacerles olvidar. Por mi parte, no podía olvidar los instantes de doloroso deber que habíamos tenido que pasar. Dos soldados callaban y sonreían nerviosamente; el tercero, se notaba que estaba dominado por una profunda impresión. Días después, en el cuartel, me dijeron que, recordando, lloraba…
A mí, personalmente, y fuera de la extraña y dura impresión que me había producido el tener que ser el ejecutor obligado de tal crimen, un detalle me emocionó hondamente: el de haber encontrado entre sus ropas ese giro de ¡cinco pesetas para un hermano!...
En los días posteriores, traté de averiguar el nombre del ejecutado, y ni en la misma Jefatura de Policía supieron, o no quisieron decírmelo. Y yo quería saberlo, para pagar en ese hermano pobre de España, la muerte del hermano idealista bajo las balas de la patria.
Sólo cerca de dos meses después, un amigo me dijo el nombre del ejecutado: Joaquín Penina. Pero, hasta hoy no he podido saber el domicilio del hermano español.
No oficialmente, supe también que en el domicilio de Penina se habían encontrado grandes cantidades de libros de tendencia avanzada, que se llevaron en camión a la Jefatura de Rosario, donde, creo, ¡se les prendió fuego!...

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