Subtte. Jorge Rodríguez
LAS CONFESIONES
DEL VERDUGO
Diario La
Provincia, Santa Fe, 1932. Publicado en Fernando Quesada, “El Primer Anarquista
Fusilado”, Ed. Destellos SRL, Buenos Aires, 1974.
El 10 de setiembre de 1930 yo desempeñaba el
puesto de oficial de guardia de la Jefatura de Policía de Rosario. Como de
costumbre, me retiré ese día de 20 a 22 a cenar a mi domicilio. Mientras tanto,
quedó desempeñando mi puesto el capitán Luis M. Sarmiento, comandante de la 5ª
Compañía del regimiento 11 de Infantería.
Llegué puntualmente a la hora de relevo, y al
entrar en el patio que está frente a la guardia policial del Departamento, el
capitán Sarmiento me llamó aparte y me comunicó que por orden del señor Jefe
tenía que llevar a cabo la ejecución de un individuo.
Jefatura de Policía de Rosario |
Mi capitán –le dije- me gustaría saber de qué
clase de delincuente se trata; porque si fuera un ladrón o un delincuente
común, me causaría pena y repugnancia tener que cumplir la orden.
Me aclaró, entonces, que se trataba de un
anarquista, que había sido sorprendido imprimiendo panfletos incitando al
pueblo y a la tropa contra las autoridades que regían el país.
Siendo yo el único oficial presente en la
Jefatura, tenía, contra mis sentimientos, y bajo el peso de una gran
repugnancia que llevar a cabo la ejecución de un hombre por el solo delito de
no pensar como los que gobernaban y amordazaban al país. La ley Marcial,
vigente en toda su sangrienta fuerza, hubiera caído sobre mí al negarme a
cumplir una orden del servicio. “Insubordinación” era la palabra que me hubiera
envuelto en la desgracia y me hubiera llevado, no al lado, sino frente al
pelotón de los tiradores.
Cercanos al lugar donde yo acababa de recibir
la orden, había un grupo de agentes de policía. En otro grupo, algo más
distantes, conversaban varios soldados de la Compañía de Ametralladoras. A esta
compañía le había tocado ese día guardia en la Jefatura.
Ignoro si alguien escuchó la conversación en
la que se me impartió la orden. Ignoro también quién hizo la designación de los
tres soldados ejecutores y del suboficial al mando del pelotón.
El pelotón estaba armado de pistolas Colt
únicamente. Yo pregunté si “les haría armar con carabinas”, como correspondía.
No sé qué obstáculos existían, por los cuales no se llevaba el arma
reglamentaria.
Serían las 22:20 cuando se dio la orden de
partir. En el camión celular, donde iba el detenido cuyo nombre ignoraba e
ignoré mucho tiempo, subieron los tres soldados, el suboficial de
Ametralladoras, un empleado de investigaciones y yo.
En dos automóviles de los cuales uno precedía
y el otro seguía al camión, iban el comisario de órdenes, mayor Carlos
Ricchieri; el capitán Luis M. Sarmiento; el señor Ángel Benavídez y unos cuatro
más, cuyos nombres desconozco. Sólo sé que, en el momento de la ejecución, la
presenciaron unas diez personas.
Pelotón policia de Rosario |
El trayecto a través de las calles de Rosario
fue el siguiente: Moreno, Santa Fe, Dorrego, hasta Ayolas; San Martín, avenida
Arijón y, atravesando el puente sobre el arroyo Saladillo, el camino de tierra
que conduce hacia el sureste de Pueblo Nuevo.
Unos trescientos cincuenta metros después del
puente, y a la izquierda del camino por el cual marchábamos, la segunda compañía
del regimiento 11 de Infantería ha construido, cavando la barranca, un “stand”
para tiro de fusil ametralladora, que tiene la forma de una U. Cuando el camión
llegó allí, el auto que nos precedía ya había hecho alto y los que lo ocupaban
nos dieron orden de que nos detuviéramos.
La noche era suavemente fresca, de una luna
fuerte, que por momentos ocultaban las nubes. Hasta ese momento no había
sentido fuertemente en mí la impresión de la orden que tenía que cumplir. Pero
el aspecto triste y desolado de las quebradas de ese lugar, el mirar temeroso e
interrogante de los soldados, y el pensar que tendría que apagar una vida en
una noche que era más hecha para soñar que para morir, empezaron a influir
sobre mí desde el instante en que pisé la tierra, la que iba a ser manchada con
la sangre de un obrero…
No conocía ni el nombre ni el aspecto del
detenido. Sólo sabía de su delito. Frente al sur se detuvo el camión. Bajaron
los tres soldados y el suboficial, colocándose a la izquierda, junto al borde
del camino y frente a él.
Desde el grupo de presentes, donde se hallaba
mi superior, salió la orden: “¡Haga cargar las armas!”.
-¡Carguen! –dije.
En ese instante, por la escalerilla trasera
del camión bajaba el que iba a morir.
Venía con las manos esposadas atrás y cuando
sus humildes botines de caña tocaron la tierra que iba a besar su cadáver,
halló frente a sí a aquellos a quienes habían dicho: “¡Maten!”. Sintió el ruido
de la carga de las pistolas, y entonces yo, que lo tenía a un paso, lo vi abrir
los ojos en mirada de asombro, y rápidamente comprender…
Dio un medio paso atrás y, más que hombre le
vi erguirse enseguida, morderse el labio inferior como si prefiriera sentir el
dolor de su carne mas no el temor. Decididamente dio un paso adelante y,
después, ya a paso natural, se dirigió hacia la muerte…
El suboficial lo acompañaba apoyándole
suavemente la mano sobre el hombro izquierdo; no se dejó conducir. No dijo una
palabra.
Yo iba detrás, a pocos pasos. Desde que lo
había visto bajar, en mi frente y en mis ojos sentía que se había posado un
velo de extrañeza y de irrealidad. Obraba mecánicamente, llevado hacia donde
sentía una orden.
-¡Ahí!... –dijo alguien.
El detenido hizo alto y bruscamente se dio
vuelta, quedando frente a mí y al pelotón que yo tenía que comandar.
La luz de la luna, oculta por momentos, caía
casi perpendicular. Serían las once de la noche.
Entre él y nosotros había unos nueve metros.
De un lado, el valor y la muerte. Del mío, la repugnancia y la vergüenza…
Puente sobre el arroyo Saladillo |
Pensé en ese momento por qué ese hombre, que
yo desconocía, no sería un enemigo de mi vida, a quien tuviera armado frente a
mí, pronto para matar o defenderse. Pensé que cuánto más valor y sangre fría
necesitaría frente a él, esposado pero no vencido, que delante de alguien que
pudiera matar. No quise prolongar la valiente agonía de ese hombre.
El suboficial se retiró hacia el pelotón;
antes de que llegara a mí, yo ordené:
-“¡Apunten!”...
Entonces el reo giró la cabeza hacia la
izquierda, y mirando con odio al grupo que presenciaba la ejecución, y que
estaba a unos quince metros de él, gritó:
-“¡Viva la anarquía!” –con un pronunciado
acento catalán.
Su voz era templada. Yo no vi temor.
-“¡Fuego!” –ordené sin ver ya nada. Tres
tiros.
Doblando las rodillas, se inclinó lentamente
hacia adelante, entre gemidos sordos, y comenzó a girar sobre sí mismo y hacia
el lado derecho. No caía, y no quise prolongar su segunda agonía de la carne, y
sin mirar ni apuntar, hice fuego hacia él. Dos soldados más, sin saber,
hicieron fuego también.
Porque por apresurar el instante, y acortar
el dolor de ese hombre, yo hice las cosas tan nerviosamente, que me olvidé de
mandar: “Alto el fuego”.
Al sentir la segunda descarga, volví en mí y
mandé:
-“¡Alto el fuego! ¡Colocar el seguro!”.
El ejecutado, mientras tanto, sobre quien
cayó la segunda descarga, había redoblado, al recibirla, su segundo gemido de
dolor; encogiéndose más y más, completó tres cuartos de vuelta sobre sí mismo y
cayó para siempre, pecho en tierra, la cara aplastada sobre ella.
Salí al frente del pelotón hasta colocarme a
unos dos pasos del caído, que aún temblaba sobre el polvo, pero ya sin gemir.
Sin mirar casi, tiré.
Parece que no di en él, porque sentí una voz
que me dijo:
-“¡A la cabeza!”
Entonces tiré de nuevo, e instantáneamente el
reo quedó inmóvil. Inmóvil para siempre…
Fui hasta mi capitán y le dije:
-“¡He cumplido la orden!”.
Todos nos acercamos entonces hasta donde
estaba el cadáver del que había sido Joaquín Penina, y alguien dijo:
-“¡Fue un valiente hasta último momento!”.
Fotos ficha policial de Joaquín Penina |
Allí pude ver bien, ya muerto, a su tipo;
vestía pobremente. Zapatos de caña; pantalón, no sé si de fantasía a marrón
oscuro, pues la escasa luz de la luna, en ese instante, no permitía distinguir
bien. Un saco, también de color oscuro. Era rubio y de estatura pequeña;
cabellera desmelenada y cara pálida. Representaba unos 25 ó 26 años.
No sé quién de los del grupo ordenó que se le
revisara. De sus bolsillos se sacaron dos o tres galletas marineras muy duras y
en parte comidas; un trozo de papel de diario sin ninguna importancia, y un
giro de cinco pesetas para su hermano de Barcelona, en España…
El giro no llegó a mis manos ni sé tampoco
quién se lo llevó.
Sobre el camino ya esperaba la ambulancia a
sangre de la Asistencia Pública. Lo colocamos en la camilla, con dolor, y lo
llevamos hasta ella. Al alzarlo hasta el carro-ambulancia, la parte trasera de
la camilla chocó con el borde de la entrada de aquél y el cadáver cayó al
suelo, haciendo un ruido sordo. Lo volvimos a alzar. En su traje humilde, el
polvo se había pegado en su sangre y formaba coágulos de un rojo gris;
manchones que plateaba la luna. Empujamos la angarilla y la cortina de la
ambulancia se corrió.
Desde ese momento no sé cuál habrá sido el
camino que siguió ni la tumba que encontró el cadáver de Joaquín Penina.
Apenas un minuto habría transcurrido desde el
momento que bajó del carro celular, hasta que nos halló con su último suspiro.
El camino de vuelta fue largamente
silencioso. Ya en la Jefatura, interrogué a los soldados sobre la emoción que
habían sentido y traté de hacerles olvidar. Por mi parte, no podía olvidar los
instantes de doloroso deber que habíamos tenido que pasar. Dos soldados
callaban y sonreían nerviosamente; el tercero, se notaba que estaba dominado
por una profunda impresión. Días después, en el cuartel, me dijeron que, recordando,
lloraba…
A mí, personalmente, y fuera de la extraña y
dura impresión que me había producido el tener que ser el ejecutor obligado de
tal crimen, un detalle me emocionó hondamente: el de haber encontrado entre sus
ropas ese giro de ¡cinco pesetas para un hermano!...
En los días posteriores, traté de averiguar
el nombre del ejecutado, y ni en la misma Jefatura de Policía supieron, o no
quisieron decírmelo. Y yo quería saberlo, para pagar en ese hermano pobre de
España, la muerte del hermano idealista bajo las balas de la patria.
Sólo cerca de dos meses después, un amigo me
dijo el nombre del ejecutado: Joaquín Penina. Pero, hasta hoy no he podido
saber el domicilio del hermano español.
No oficialmente, supe también que en el
domicilio de Penina se habían encontrado grandes cantidades de libros de
tendencia avanzada, que se llevaron en camión a la Jefatura de Rosario, donde,
creo, ¡se les prendió fuego!...
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